lunes, 31 de diciembre de 2018

Las palomas vuelan, de Marta Antonia Sampedro


                   A mi camarada y amigo Juan Bosquet Vique.

                    “Para quien lo encuentre”, comenzó a escribir don Claudio en su libreta de apuntes a la luz de una lumbre. “Este es el testimonio de un hombre acabado”.
                   Mi nombre es Claudio Montegroso, comerciante jubilado, soltero, y hasta hoy he sido cronista oficial de la villa de Hízara, población rural, de la que me he visto obligado a huir sin más pertenencias de peso que la angustia y la desesperación.
               Los hechos,  transcurrieron como a continuación voy a relatar, para que conste toda la aberración que del ser humano puede arrebatar razón, amor y fraternidad.
                   Día primero:
           Como suelo hacer todos los días, por la mañana acudí al hogar del pensionista, leí el periódico, y me sorprendieron estas trágicas noticias:
           “Anciano hallado semienterrado en una fosa, sin aparentes signos de violencia”. “Un autobús de jubilados cae por un acantilado. Todos los indicios apuntan a un fallo humano del conductor, como causa del accidente”. “Diez ancianos internos en distintos asilos, se suicidan ahorcándose en sus habitaciones. El juez ha ordenado se lleven a cabo las autopsias”.
          También, como todos los días, paseé por el campo recordando mis más queridos sueños. Por la noche, en programas de sucesos la televisión informaba, además de los ya citados, del siguiente caso: “Explosión de gas en un piso a las afueras de la capital. El matrimonio, ancianos octogenarios, fallece en el siniestro”.
                 Día segundo:
           Entre reportajes de celebraciones religiosas que emiten algunas cadenas de televisión, llama mi atención:
            “La Cruz Roja asiste a quince ancianos con evidentes signos de intoxicación. Aunque se cree como causa de la afección una mayonesa en mal estado, se están investigando los hechos por la autoridad competente. Su estado es crítico, aunque no se teme por sus vidas”.
            Día tercero:
        Debido al control de la hipertensión arterial que periódicamente me es llevado a cabo por el ambulatorio de Hízara, acudo a la consulta. Espero mi turno, junto con otros muchos hombres y mujeres, casi todos ancianos.
           “Muy alta está hoy”, me dice la enfermera dándome un papel. “Vaya usted a hablar con don Juan Luis”. Unas nuevas pastillas me son recetadas por el facultativo. “Demasiado bien está usted, con la edad que tiene ya”, me dice risueño. Leo el prospecto:
            Contraindicaciones: entre varias enfermedades que padezco, como son reúma y leve asma bronquial, destaco: hipertensión arterial. El farmacéutico dice: “Habrá sido un error, vaya otra vez al médico”.
           “Se amplía la edad para la jubilación de los trabajadores hasta los setenta años. Representantes políticos y sociales, satisfechos por el acuerdo obtenido”.
               Por la tarde, llaman a la puerta.
              “Se han muerto el Félix y la Teresa. Mañana es el entierro”.
           Félix y Teresa eran dos viejos conocidos, con quienes compartía mi soledad jugando al mus con mi compañero de juego, Antonio. Soltero él y viuda ella, vivían juntos sin casarse, para no perder una de las dos pensiones que ambos cobraban.
            Día cuarto:
            Apenado, no tengo fuerzas para ir al hogar del pensionista.
           Causa oficial de la muerte: natural. Félix, junto a un olivo, lleno de hormigas. Teresa, sentada en un sillón de su casa, cosiendo.
            En el camposanto, observo a los presentes: la mayoría, somos ancianos. Por deseo de la familia, los entierran separados, al ser de distinta ideología y religión y por su mal ejemplo cristiano de fornicación, según don Héctor, el párroco.
            Conmovido, decido acudir al médico por la mañana.
            Extraigo de las noticias de la noche:
      “Fuentes cercanas a esta cadena, informan que los ancianos afectados por salmonelosis, según todos los síntomas que presentaban, fallecieron ayer tras ser hospitalizados en sendos centros de la capital por causas que aún se desconocen”. “Un grupo de la tercera edad fallece al venirse abajo el techo de un hotel. Tres supervivientes, con signos evidentes de enajenación mental, han declarado no recordar nada de lo ocurrido”.
            Me visita Antonio.
            “Mañana me voy a Cádiz, a pasar unos días con mis hijos”.
            Se despide y le digo adiós en la puerta, me quedo mirando bajo la tenue luz de la farola su figura encorvada.
           “Lo que tienen que hacer, es dar trabajo a los jóvenes, y no permitir que los ancianos trabajen. La Constitución recoge que todos tenemos derecho al trabajo, y no sólo ellos”, está diciendo un joven en un programa de debate. “Los viejos son una carga que el estado no puede alimentar como está haciéndose hasta hoy, si a cambio no crea empleo”, opina otro.
               Día quinto:
           La radio me sobresalta con esta noticia: “Los enfermos crónicos deberán abonar la correspondiente diferencia que con respecto a los enfermos agudos mantienen en las cuentas de la seguridad social”.
          “Pamplinas de noticias”, me dice don Juan Luis, al preguntarle en su consulta el porqué de estas nuevas medidas. “Usted no se preocupe, Claudio, que eso son cosas que se dicen para asustar, pero que luego se quedan en nada. ¿Sigue usted fumando?”.
        Efectivamente, reconoce que es un error lo recetado el día anterior, y que probablemente la enfermera confundió la receta con alguna de otro paciente.
         Prospecto de las nuevas pastillas: Indicaciones: Entre múltiples padecimientos, algunos de ellos de tratamiento contradictorio según mis diccionarios médicos, a los cuales recurro, idóneo para diabetes, colesterol, artrosis y también hipotensión arterial.
            “Es un error”, me indica de nuevo el farmacéutico. “Pero por la edad, seguro que usted tiene alguna cosa de la que se dice aquí. Además, para lo que le cuestan a ustedes, al salirles gratis bueno es que las tenga en la casa por si acaso le hicieran falta un día, que nunca se sabe”.
            Me marcho de la botica con la caja de pastillas. Indignado. Por la calle, me saluda la asistente social del hogar del pensionista. “Apúntese usted, Claudio, hombre, que lo pasará muy bien. De vez en cuando es bueno cambiar de aires. Volvemos en el día. No viene usted con nosotros, que yo recuerde, desde el año pasado”.
           El año pasado, fui con los del hogar a Tarragona. Bailé dos pasodobles y una rumba, animados por un dúo de cantantes que de vez en cuando bostezaban. Hasta que un anciano de otro grupo sufrió un infarto y presos del miedo a la muerte nos marchamos en silencio hacia nuestras habitaciones.
          Me bañé en el mar. Pero desistí pronto, porque en la piel se me pegaron las manchas de petróleo. Por la noche no tuve más remedio que comprarme una manta eléctrica de la que nos venden a los ancianos en esos viajes y a precio vergonzoso, pues tenía fiebre y un fuerte dolor me retorcía las articulaciones.
           Insiste ella, que vaya. Y que si cambio de parecer tengo tiempo de apuntarme hasta las ocho de la tarde. Pero tengo cosas que hacer: seguir con mis observaciones de tan extrañas y casuales noticias.
        “No se puede llamar epidemia a estos simples aunque desgraciados casos. Es absurdo que los medios de comunicación se empeñen en denominar todo como grandes dramas humanos, y lo único que consiguen es alarmar a la población, que acude con preocupación innecesaria a urgencias de los hospitales en las últimas semanas, confundiendo y alarmando a la población. Que cinco ancianos hayan sido víctimas de accidentes domésticos, no es causa suficiente para alertar a la población”.
            No entiendo de qué va la noticia. Sigo escuchando.
         “La salud de todos ellos era delicada, como así lo confirman sus expedientes médicos y las familias. Nada indica que puedan ser víctimas de presunción de delito o de intencionalidad, sino de accidentes que lamentablemente están a la orden del día. Por su edad, aconsejamos siempre la precaución”.
           Sigo sin entender. Hasta que las imágenes muestran  los desencajados rostros que en distintas bañeras permanecen yertas. Cierro los ojos.
            “Para descartar posibles causas ajenas a la oficial, y por supuesto tranquilizar a la población, se están inspeccionando los conductos del gas y del agua”.
            Día sexto:
            En el hogar del pensionista, apenas hay gente. En la tercera página del diario, leo un gran titular: “Los beneficios de la banca, una marca histórica”. En la quinta página, en un pequeño espacio: “Los últimos índices de pobreza, indican que la media de edad de los mendigos e indigentes que invaden las calles de las grandes ciudades, ha sufrido un espectacular aumento. Los sociólogos, responsabilizan a la mayor calidad de vida de la tercera edad y la baja natalidad”. Junto a la noticia, la foto de un hombre, de quien se dice, afirma: “El prestigioso científico y premio Nobel de medicina H.W., pronostica que en 2010 la enfermedad social más contagiosa será exclusivamente la pobreza”.
         De pronto, en mi mente parece tomar forma lo que con tanto miedo a la demencia senil parecía un complejo crucigrama. Cierro el periódico y salgo a la calle, para dar un paseo por el parque. En mis pensamientos, veo escrito: “¿Será verdad?”.
            Mientras miro cómo las palomas vuelan, veo a Juana, la limpiadora del hogar del pensionista, dirigiéndose a un grupo de ancianos que están sentados en los bancos. Algo extraño les está diciendo, porque agitan todos mucho las manos, un bastón choca violentamente contra el suelo, se quitan el sombrero. Dos de ellos se levantan, acelerando el paso y se marchan.
            Me acerco. Escucho con atención a Rodrigo:
            -¡El autobús…, que se ha estrellado! ¡El autobús!
      -¿Qué autobús?- pregunto con celeridad, al verlos tan nerviosos.
            -¡El del hogar! ¡Dicen que han muerto todos!
             Me marcho urgentemente a mi casa, a ver la televisión.
           “En este país, el tráfico es el causante del fallecimiento de mucha población. Por eso, desde la dirección de tráfico aconsejamos que…”.
            Todos muertos. Números de tráfico. Todos entre los hierros del autocar. La sangre vieja vertida sobre el asfalto.
            Por la tarde, no acudo al hogar del pensionista. Y sé que como cronista oficial de Hízara y amigo o conocido de todos los fallecidos mi ausencia ha sido injustificable. Pero mi mente estaba ocupada en descifrar tanta confusión y tragedia, aunque con el resultado de pasarme las horas llorando, no solamente por aquella desgracia tan grande, sino por las demás. Una impotencia de la razón me retenía en casa.
            Día séptimo:
            Noticias de la mañana. Madrugada:
       “Llantos, preguntar por responder y dolor. Esas son las palabras en este luctuoso día en la vida apacible de la villa de Hízara, donde cuarenta y dos de sus habitantes perdieron la vida en un trágico accidente en la mañana de ayer. También en la localidad Valderrosales, donde en la noche de ayer un balneario, por causas aún desconocidas, atrapó en llamas a ochenta personas de la tercera edad, que disfrutaban de sus aguas medicinales”…
            Apunto incrédulo en mi libreta (mirar al final): “Hitler dijo: “Exterminio”. El nuevo equilibrio económico, dice: “Exterminio”.
          En mi mente ya está todo en perfecto orden, aunque me niegue a que el resultado que me da, sea “Exterminio”.
              Acudo al entierro. Un espectáculo de televisiones, radios, prensa en general. Devoran historias para vomitarlas a sus clientes. Entre los gritos de dolor, se oye: “Directo, vale repito, busca a ver de cuántos más era familiar ese, o este mismo también sirve y lo entrevistas, entro en directo”. Y ni siquiera los cipreses, repletos de pajarillos asustados por el gentío, guardan silencio, es como si escuchase sus gemidos y los devolviesen en los ecos pálidos del camposanto. Los cables negros de las comunicaciones, que ruedan por el suelo, respetan el dolor del triste final.
      Creo que estoy loco. Convencido de que un loco pueda descubrir una locura colectiva y tener razón individual. A pesar de tantos cuerdos lógicos. Y a pesar de ser un viejo.
            Noche:
            Me llama por teléfono la hija de Antonio.
            “Mi padre ha muerto”.
            “Una muerte dulce. Ya era muy mayor. Ni se ha enterado”.
          Las muertes dulces siempre las describen de ese modo los vivos. Dulces. Acaso la muerte tendrá sabor.
  Me avisa de su muerte por si quiero ir al entierro. No será enterrado en Hízara, me dice, porque los hermanos desean tenerlo cerca y no tener que llevarle flores todos los años, tan lejos. Aún vivían todos ellos en esta villa, cuando murieron sus padres.
Antonio era mi amigo. El único amigo aún vivo que yo tenía. Un amigo al que no pudo mutilar la guerra con el mal de la indiferencia. Tramposo en el mus, con él gané las mejores partidas que recuerdo. Guiñaba lo que le daba la gana, y bajo sus muslos guardaba tantas cartas, que en ocasiones debía disimular que un cigarro se le había caído, para agacharse sin sospechas. Entonces, con su boca desdentada y los ojos rejuvenecidos, decía:
-¡Órdago al juego!
Día octavo:
Cada vez que intento caminar, la cabeza me estalla. Me tomo una de las pastillas.
Resignado a la masiva muerte de ancianos y la indiferencia del Estado, me dedico a ver la televisión, sin noticias, nada, sólo deseo ver la publicidad. Cremas rejuvenecedoras, bicicletas para no salir de casa, ropa que oculte la vejez, alimentos que hacen olvidar al cuerpo su edad, perfumes que sustituyen a las hormonas que el tiempo genera.
Leo de nuevo el prospecto de las pastillas. De todos modos, voy a morir. Al no verme mejoría, me tomo otra.
Me coloco el sombrero. Una pequeña radio a pilas y mis arreos de cronista, sin olvidar mi paquete de tabaco. Salgo a la calle. Me paro en la acera, mirando las nubes, porque pasa una familia como una bandada de aves negras, de luto. Miro las nubes porque no sé si en mi mirada tendré más espanto del que ellos muestran tener.
En el campo abierto, me esperan los olivos, recién talados. Con unos restos de troncos enciendo una lumbre. La radio está diciendo: “Por supuesto, nadie duda de que la masiva muerte de ancianos sea debido a fatales casualidades.  Además no podemos olvidarnos de los privilegios que tienen actualmente. Ayer, del avión siniestrado en el océano, muchos de ellos no habían pagado apenas el pasaje, precisamente por esos privilegios”.
Pienso en mi vida. Recuerdo la guerra.
En esta nueva era, la guerra no existe. Y me apena que no sea así, porque en las guerras tradicionales se reconoce la cara del enemigo.
Lee con atención estas letras de loco cronista, que algunas veces se vio obligado a mentir en las pequeñas historias de Hízara. Pero no olvides que en estas hojas sólo hay verdad. Y si no estás en esta cacería, ten la certeza de que alguien estuvo contigo observando los crímenes y padeciendo el dolor ante la magnitud de la crueldad. Si, por el contrario, estás de lleno en ella, de algún modo participando, considerando que es eficaz y razonable, recuerda que un viejo loco viejo os ha descubierto y que os maldice.
Y ahora, que la cabeza me estalla, continúo en mi huída. Sabiendo que los caminos del nuevo orden económico son jóvenes, pero sin la vieja sangre de los pueblos se convierten en precipicios.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1998)


sábado, 15 de diciembre de 2018

Del amor común, de Marta Antonia Sampedro


Me habían dicho sin mucho empeño

que el amor común era una materia

agua que el sediento bebe en sueños

pan que mastica desvelado el hambriento

el amor por supuesto era aquel misterio
de pantallas canciones y paseos nocturnos

pero también vivía en otros espacios

en la onda de piedra sorprendiendo al pantano
o el aire que regala sonido a la sierra

y así imaginando formé la idea
el amor es una puerta o un portazo

el amor es una ventana o un ventanal
el amor es un libro anónimo sospechoso

nada de cuanto pensé me sirvió de mucho

cuando tuve vida de amor en mis pasos
y me mordieron mejor dicho me arrancaron
ni me pensaron por no sentirse humanos
las noches que me desvelaron sus miedos
las inventó el amor ese malvado
ni en todas las calles que anduve a salvaje salario
quedaron en mi no existencia es extraño

resumiendo la vida nunca me había pasado

y el amor común dejaba de ser misterio
era una enfermedad nada contagiosa

a pesar de todo escribí de amor por si acaso

tomé de las cucharas todas mis lágrimas

el amor tendría cuerpo y se enfadaba
o perdiera mis señas de los buzones de su tiempo

y un día mientras contase nubes me atizara

sigo diciendo el amor formó mis pasos
no en sentido figurado sino el amor
en persona fugaz de estrella digamos
y me envolvió en los atardeceres y los campos
de mi más imprecisa infancia con perros y grajos
en las calles empedradas y niños cantando
en las fábricas heladas con obreros sindicados
en los libros de letra chica de gente que amó
a besos a pedradas a infiernos ellos amaron
y en los malos sueños el amor un bálsamo
venía el amor a zancadas a decir algo 
y pedirme todos mis más antiguos datos
o pintarrajearme las arrugas de los labios
y al rendirme a sus evidencias
a punto estuvo de arrestarme en sus calabozos
y llevarme lejos de mis pesares y daños
robarme toda memoria de las sonrisas adicionales
que magnifican todo engaño
y borrar hasta mis morales y éticas

me costó no mucho afrontarlo

por el qué dirán por a quién le importará

tener amor a cada paso

fue deshelarse el corazón por los desiertos
más iluminados y densos.

Con cuánto amor recuerdo esos fracasos.



(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Qué me pedirías, de Marta Antonia Sampedro



Qué me pedirías.
Si que yo ría
como cuando era niña;
reiré.

Qué me pedirías.
Si que llore
como cuando yo muera;
lloraré.

Qué me pedirías.
Si que olvide
como cuando te amé;
olvidaré.

Qué me pedirías.
Si que yo no sea
como cuando no estás;
y no seré.

Qué me pedirías.
Si que atrape lunas
como cuando soñé;
y las atraparé.

Qué me pedirías.
Si yo te siga
como cuando te escribí;
y te seguiré.

Qué me pedirías.
Para tenerte otra vez.

Qué me pedirías
Por dormir sobre ti.

Qué me pedirías.

Te lo entregaré.



© Marta Antonia Sampedro Frutos (2006)


martes, 31 de julio de 2018

Hermano José Joaquín, de Marta Antonia Sampedro

Hoy hace años que te marchaste, recordado y amado hermano José Joaquín. Abrazado a nuestra madre. Pero tú, que mantuviste tus ojos verdes tristes y tu sonrisa de niño soñador, dejaste un fuerte legado emocional en nuestros corazones, y también tus obras de excelente escritor. En tu recuerdo. Te queremos.

“Lo que entonces no sabía el Cholo, era cuántas cosas en común tenía con su gran amigo Juaniche en la historia de su propia vida.
-Y contigo… ¿qué pasó en el internado?
Ambos miraban el fuego; ahora las llamas bailaban la danza oriental del ombligo.
-También me sentí triste y desplazado, lloraba escondido debajo de los pupitres y si me preguntaban qué era lo que me pasaba, le echaba la culpa a cualquier niño… Pero yo sabía por qué lloraba: por pura añoranza de mi tierra, de mi árbol morera, de mi familia y cómo no, de mi grajo. Desde entonces no he encontrado el camino de vuelta… Cómo no quejarse del destino, cuando algo traba la felicidad que vives y te sorprendes, solo, en el mundo. Por eso Juaniche les picaba a las viejas, porque él estaba capacitado lo mismo para volar como para ser feliz… Y cuando uno no es feliz, hay que buscar una razón, o un enemigo… Yo lo tengo un poco más complicado; de entre todos los hombres, no sabría decir quién fue el culpable…
-Además de lo jodío que es equivocarse.
-Sí, además de todo.
El fuego, una brasa fosforescente de lava derretida, ahora brotaba del interior de las profundidades de la tierra…”.

José Joaquín Sampedro Frutos. “Los Estorninos” (Fragmento).


lunes, 16 de julio de 2018

La curandera y sus hijas de los sueños, de Marta Antonia Sampedro


Una luz es ojo que suplanta
la pálida existencia
una embriaguez insólita
de conocer remedio en los daños
las luces palpitan entre marañas
pero ella custodia sus vacilaciones
en la certeza de que son esperas
o cuando los muertos imaginan a los vivos
en las coincidencias de los muros
desenlazan las vueltas de sus destinos
la luz permite verse las caras no perdidas
y las paredes inquietas de los órganos
ella espera terminar las sesiones curativas
hoy han vuelto a venir los infectados
al descubierto persisten cuerpos y quejidos
y ella en los destellos que duelen
esparce su mirada en agua de hierbas
luego tan demacrados traspasan los vidrios
se marchan a las arterias rebotan en los lenguajes
regresando amanecidos con las nubes de alba
y renacen los de piel de culebrilla aliviados
respiran los ahogados y sonríen los taciturnos
el ojo de luz ordena la estructura de vida
sus niñas están con ella en cada consuelo
pero nadie le pregunta por qué lo sabe
no hay palabra para la ofrenda de las promesas
ni existe pócima que la someta
pero en la noche todos comentan de la curandera
hiere más la pena escondida que la desbocada
es un matarife acomodado al trajín de las respuestas
y a la entrega del misterio separadas
toda luz es perfume de espina
donde ella y sus hijas de los sueños
a veces duermen vivas.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)


miércoles, 9 de mayo de 2018

Poema de lluvia 1974, de Marta Antonia Sampedro



Todas las tardes sabemos a qué hora lloverá
hoy será a las dieciocho cuarenta y cinco horas
habrá un revuelo de pájaros del pino a las lilas
y por el oeste los nubarrones de avanzadilla
si no fuese por el estruendo
se podría confundir a los inexpertos en sueños
si la causa es los rayos de sol o el relámpago
quien haga de la luz de las flores ceniza
lloverá a esa hora precisamente
que la enamorada pasea por la calle
pensando un poema de nueve de mayo
de mil novecientos setenta y cuatro
nada le predijo a ella
de los futuros desdichados
irá despacio mirándose los zapatos
 a las dieciocho cuarenta y cinco
lo ha dicho el satélite caminarás
y la lluvia despertará su ayer
que hace mucho es del mar
y los hombres que no leen
más que los autógrafos en balones
quedan ahogados en vasos que llenan
las arenas de los desiertos sin estrellas
ella guarda con amor el poema
en una hoja de academia
1974 nueve de mayo
cuarenta y cinco minutos dieciocho horas
salió de la fábrica pensando
en las letras y los besos
y en los ratones envenenados
entre los hilos estampados
los tiempos no engañan a las poetas
la lluvia reconoce el olor en hoja de libreta
puede tomar de la mano su inocencia
y llevarla de nuevo a casa cuando quiera
los días que juntos pasamos dice en los trazos
mayo día nueve la llovizna empaña el cristal
alterando el paisaje de los cipreses
ha dejado de ir a llorar a la puerta
donde a sus habitantes ya nadie espera
y sin embargo la lluvia les regresa al cuerpo
cuerpo de lluvia nueve de mayo.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)

martes, 6 de marzo de 2018

Junior y la sonrisa, de Marta Antonia Sampedro


Ya he viajado por todo el mundo
dijo muy serio junior a su papá
Y los pobres siempre sonríen.
Con mucho esmero se vistió de pobre
por la puerta del servicio salió de la residencia
paseó por la gran avenida de la ciudad
y observando la pobreza
concluyó que no había diferencia
que todos los pobres eran alegres
pero que a él no le venía sonreír
porque iba disfrazado.

Es un manifiesto sin decreto
una señal de común identidad
si sonríes eres pobre esa raza tan general
que va con la boca por delante
debería ser cierto y exclusivo
que del dolor emana la risa
y del hambre la carcajada
del sistema que reproduce la pobreza
siempre una sonrisa nacería
el bando de la generosidad más limpia
la más temida amenaza la alegría
en las miradas en los pies desnudos en las chanclas
reparan los ricos en los pobres y ven que sonríen
en los vertederos luchando con las aves alimentos
rebuscando trapos rogando consuelo y lápices
obligados a callar besando los pies de sus amos
agonizando bajo las uralitas de sus tejados
o de cadenas en maquinarias
los pobres sonríen qué misterio tan extraño
habrá que controlar esa plaga
las vacunas prosufrimiento no hacen su efecto
ni los mejora la humillación humana
los pobres siempre sonríen dicen los ricos
y junior a su regreso por el mundo
en las guerras en las hambrunas en las pruebas
en los desiertos en las heladas
es la risa una venganza silenciosa
el acto más terrorista
cuando beben su agua sonrisas líquidas
cuando comen del caldero sólidas sonrisas
cuando recolectan los campos
siembran más armas sonrisas
si les lanzas un céntimo sonríen
si no reciben nada una sonrisa media
son un ejército de imparables
con su bomba dental encima
y sus labios nucleares.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)

jueves, 25 de enero de 2018

Dru y la casa vacía, de Marta Antonia Sampedro


-Nunca me has dicho tu nombre. Apareces de repente, creyéndote supremo, y ni siquiera tienes nombre.
-Qué indiscreción. Claro que tengo nombre. ¿Cómo si no, podrías comunicarte conmigo para que te advierta de los peligros? ¿No es así cómo me has definido, ángel de los peligros? Qué nombre tosco, que más bien sería asignado para un alias. Y no soy un ángel, no está bien que barajes naturalezas. Los ángeles son estatuas de adorno; a tal evolución han devenido semejantes seres cándidos y valientes, acicalando cementerios.
-Mejor que te hubieras quedado solamente en mis sueños.
-Tu imaginación es muy limitada. La otra noche soñaste con un ángel que mantenía sobre sus manos un libro y estaba leyéndolo. Y todo el día te lo pasaste preguntándote qué libro sería, en vez de centrarte en razonamientos. ¿Los ángeles necesitan leer? ¿Para qué? Luego en vano te esfuerzas en agrandarte,  diciendo que escribes… Ahora, a cualquier cosa lo llaman escribir.
-Arrogante te iría muy bien por nombre. Y yo no te busco; eres tú quien apareces a tu capricho. Me asustas más que los peligros de los que presumes avisarme. La última vez evitaste que tropezase en la acera. Gracias, gracias…
-¿Arrogante? Además de la capacidad del sarcasmo, la arrogancia es otra característica muy propia de los artistas o digamos infundados artistas. Y vengo porque tú me reclamas. Puedo ser arrogante cuando quiera. En este momento no me apetece. Y era una valla. Perdóname por… ¿evitar que te rompas las lentes?
-¿Lo ves? Arrogante. A ver a qué cuento estás aquí. Yo no te he lo he pedido.
-También puedo elegir venir, si así lo estimo oportuno.
       Él ya está dentro cuando llego con las llaves de la casa, sentado en los escalones del recibidor. La visito por encargo de unos conocidos, para valorar su precio. La casa está vacía, excepto de nosotros. Se levanta. Su altura de libélula ser humano coloso, hace que las alas muevan la lámpara.
-Cuidado no la rompas, que luego hay quejas.
-Esta lámpara no es tu única preocupación. Por cierto, es presuntuosa. Tiene diez brazos y sin embargo dos bombillas.  Un ejemplo extraordinario sobre la arrogancia.
Un reloj de pared suena, son las once de la mañana según compruebo en mi reloj de pulsera.
-El número once es un número prodigioso. Dos símbolos mellizos unidos en la factoría  circunstancial.  Bella melodía la de este reloj. Excelente entonación.
-Por favor deja de hablar.  Tu voz ronca retumba en el hueco de la escalera.
-Mejor pensado, me marcho. Tengo cosas que hacer.
-¿Cosas que hacer? Lo dudo mucho.
-Desaparecer es la inmediata. Como hicieron los habitantes de esta casa.
La casa está helada. Se nota que está deshabitada. Y el aire es denso. Suele ocurrir, que se concentran humedades y ventilaciones interiores y en el ambiente se produce un olor muy singular. Es un edificio de tres plantas, aisladas las estancias por una escalera lateral que las une entre sí. La planta baja es un almacén saturado de enseres que no permiten apenas ni abrir la puerta. Me dirijo a la primera. Todo frecuente: cocina amueblada y despensa, aseo, salón, ventanas, puertas, suelo de cerámica grisácea aunque con dibujos… Mi experiencia en el oficio, hace que en mi cabeza, de un sencillo vistazo, ya tenga los espacios organizados. Está amueblada parcialmente, con enseres viejos y polvorientos y que la deslucen: aparadores de poca calidad, sillas de enea, cuadros sin definición, ausencia de cortinas…  Quizás alguna vez tuvieron mejor mobiliario y apariencia.
Continúo hacia la segunda planta. Las puertas están cerradas. Abro tres y subo las persianas para que entre luz natural. Camas, armarios, libros y adornos de poco valor… Entro a la estancia que me queda por abrir, supongo que es el cuarto de baño; a nadie se le pasa por alto no instalarlo en la planta de dormitorios. ¿El baño? No existe. Es un habitáculo de cocina antigua. Me sorprendo mucho. Hay una mesa redonda, de las que se usan para poner el brasero en los inviernos. Y dos mujeres sentadas, una frente a la otra, sus piernas cubiertas por las enaguas de la ropa de mesa. A ver cómo arreglo justificar qué hago yo en la casa.
-¡Disculpen!- les digo apurada-. ¡Me dieron las llaves para que viniese a ver la casa, y me dijeron que no vivía nadie!
No me miran, no dicen nada, están de perfil, frente a frente entre ellas.
-Buenos días- insisto, pero no dan signos de percibir mi presencia.
Expectante me quedo en la puerta, no me atrevo a entrar. Una es anciana. Tiene el cabello canoso, recogido en un moño; tez blanca, nariz chata. La otra es una niña de unos ocho o nueve años, y sobre su pecho se distingue una trenza color castaño; piel blanca, nariz alargada y recta. Tienen vestimenta de frío, en tonos marrones. Están quietas, indiferentes a mi llegada. El espacio me recuerda a cuando yo era niña y los azulejos blancos y brillantes eran novedosos.
-Buenos días…
Pero son dos maniquíes humanas. Tras ellas se ve una puerta cerrada. Me decido y me dirijo hacia ella, bordeando por la parte izquierda la mesa donde están las dos mujeres, procurando no aproximarme a la que está más cerca, que es la anciana. Camino despacio, esperando cualquier sobresalto. Abro la puerta. Es un cuarto de baño blanco, completamente blanco de paredes, solería y piezas. A la derecha hay una tina muy baja, llena de agua limpia. Y una niña de muy corta edad está inclinada mirando al agua, tan cerca que pienso que puede caerse. Tiene un blusón blanco y holgado. Desde esa posición no puedo verle el rostro. Chillo hacia la puerta:
-¿Nadie se ha dado cuenta? ¿Que la niña puede ahogarse? ¡Esta niña está sola!
La anciana entra, la veo frente a mí, la cara firme de ausencia de la realidad, el nerviosismo es enorme y se me acelera el pulso. Ahora que la observo de frente, su perfil coincide armoniosamente en simetría. Su rostro se me queda en la memoria como un mensaje  que me transmite para que jamás lo olvide. Me dice con gesto y voz ásperos:
-¿Qué niña? ¡Aquí no hay ninguna niña!
En ese instante su mirada traspasa la mía, sus ojos han llegado hasta la parte más escondida de mi cerebro y la intuyo ladrona de pensamientos. Comienzo a sentir que me cuesta respirar, el corazón se alarma, es una detonación rotunda que me ocupa todo el organismo y ya a mi pecho no entra oxígeno. La anciana continúa mirándome inmóvil y arisca. Mis ojos espantados ven a la niña caer al agua; un ruido de oleaje la rebosa y cubre mientras peleo por respirar. Pienso con todas sus palabras Hoy es mi día, y el corazón a voces me contesta un sí. No me agrada ese paisaje para un adiós, pero estoy sin elección.
 Veo al ángel de los peligros encorvado traspasar la puerta, y tomando a la niña pequeña ya inerte entre sus patas, se dirige a la anciana:
-Soy Dru, me conoces. Tu hijo no está. Él nunca volverá. Deja la vida brotar. Vete.
La anciana le advierte con su mano y dice enfurecida:
-¡Suelta a mi hijo! ¡Dámelo! ¡Nadie puede echarnos de nuestra casa!
-Esta ya no es vuestra morada. ¡Vete!
Salí de la estancia desesperadamente con mi pecho paralizado, dando golpes a las puertas con los brazos abiertos y en alto para poder recuperar la respiración. Y en giros de ahogo me desvanecí en el pasillo.
No sabía qué tiempo había transcurrido. Abrí los ojos y vi dibujos del gres. Me hallaba tumbada en el suelo. Con la garganta dolorida, carraspeaba una y otra vez; llegué a temer haber perdido la voz, pero dije en alto varias palabras para probar, entre ellas Tengo que salir. Mi bolso estaba junto a mí, con las cosas desperdigadas. Uno de mis dos pendientes se había desprendido de mis orejas. Pero era muy extraño que estuviese sobre el suelo, con las dos piezas que lo entrelazan, juntas. ¿Cómo era posible que, cayéndose, volvieran a unirse, si para soltarse deben dejar de estar unidas? Miré el reloj. Debía irme de allí. Eran las doce y media pasadas. Busqué las llaves para desaparecer enseguida de aquel lugar. Pero no las encontraba. Amontoné todo y lo volví a introducir en el bolso.
Es sencillo decir corre y vete sin llaves, un portazo es suficiente para dejar atrás una maldita vivencia. Pero esa cuestión ni se plantea. Mi oficio me ha enseñado que hay veces que la realidad es poco fiable incluso para una misma; y más teniendo en cuenta que escribo historias, entonces podría considerarse nada creíble. En mi oficio, las llaves son piezas sagradas, la divinidad representativa que da derecho a las propiedades privadas. ¿Estaba yo dispuesta a decir que he perdido las llaves de una casa vacía? Sabía la respuesta.
Me armé de valor y las busqué por las habitaciones; cabía la probabilidad de que las hubiese dejado sobre algún mueble. Recordaba el llavero: un trozo de metal cuadrado y multicolor. El dormitorio principal era corriente, al menos así lo había visto antes. Pero ahora estaba ante un espacio con dos ventanas demasiado pequeñas enrejadas y con poyetes en su interior que previamente no tenían ese aspecto ni tamaño. El hueco de una escalera, sobre un extremo. Del mobiliario del dormitorio no quedaba nada, y en su lugar una mesa redonda con una silla de enea al lado eran sus únicos enseres; encima de la mesa unas tijeras de hojas largas y las llaves de la casa.
Las recogí enseguida para salir lo antes posible de aquel espacio. Cuando me disponía a marcharme, lo vi junto a la puerta. Un hombre de unos sesenta años, mediano de estatura y peso, cabello muy corto, negro y lacio, piel blanca, bien vestido. Me recordó a los retratos que decoran las paredes de las casas viejas. Retrocedí. Con seguridad me desafiaba, porque su mirada era de odio y amenaza.
Sentí el peligro recorrer a toda urgencia mi instinto más primario. Tomé la silla y se la lancé.
-¡Sois todas unas zorras!- gritó apartando la silla de un solo golpe. Su voz era media y no correspondía a su aspecto masculino, pues se diría que pertenecía a una mujer.
Yo comencé a gritar, dirigiendo mi voz hacia las ventanas.
-¡Socorro!
El hombre me miraba, yo esquivaba sus ojos intemporales, tan horrorizada estaba. Sabía, mejor dicho suponía, que ese hombre no era verdadero, no podía serlo, por lo tanto ningún arma o razón lo detendría.
-¡Socorro!
La luz entraba tenue por las ventanas estrechas. El silencio era rotundo y mis gritos ecos de espanto.
-¡Ayuda!
Me fijé en las tijeras y cuando estaba dispuesta a lanzarlas, apareció el ángel de los peligros. Dru se relamía con tranquilidad sus patas de libélula. La calma cuando hay miedo también preocupa. Aquel hombre continuaba mirándome con sus ojos de ido.
-¿Aún mantienes tu propósito?- le preguntó y el cuarto resonó-. ¿Romper la cuerda que te lastima?  Ya no es posible.
-Estoy donde tengo que estar- contestó el hombre, aún con su mirada en mí.
-Vete. Mírame. Vete.
-No me iré, Dru. Esta es mi casa.
-Entonces permite que ella se marche.
El hombre dejó de mirarme y haciéndose un ovillo sobre el suelo, bajo el hueco de la escalera perdió sus ojos de algún ayer abismal. Agarré las llaves y en la compañía de Dru salimos de esa estancia. Ningún interés en ver el resto de la casa. Bajando hacia la primera planta observamos sobre el piso una sombra que se deslizaba hacia la cocina.
-¡Seas quien seas aléjate de aquí!- gritó Dru y su voz nos fue devuelta en ecos.
Deduje que a esa silueta él no la conocía.
Al llegar a la entrada de la casa, yo ya estaba sola. En algún peldaño Dru se ausentó. Abrí la puerta para salir huyendo y el reloj de pared dio dos grandes toques. Dos gotas sonaron igual que si cayeran desde las nubes más altas sobre un pantano lleno.
Ni siquiera quise huir por la misma acera de la casa. Crucé la calle y mientras caminaba miré la fachada. Nada de espectros asomados por las ventanas, cortinas que se mueven o luces parpadeando. Al menos en esa casa. En las demás casas, noté cómo algunos vecinos me observaban atentos. Algo sabrían. Pero ya no importaba.
Sólo a alguien tan peculiar se le puede ocurrir llamarse Dru. Así se han dirigido a él en la casa vacía. Y lo pueden ver. Pensaba que sólo yo tenía la mala suerte de tener que aguantar a ese arrogante que dice que me protege de los peligros. Me fui a un parque cercano, para tomar el aire. Aún tenía molestias en la garganta. El sonido de las hojas de los árboles me servía de fuerte alivio.
-Alguna vez quise, o pude ser, un pajarillo. Para mecerme en una rama desnuda.
-Vuelve a repetirlo. Me gusta mucho para unos versos.
-Tú y tus poemas para afligidos… Seguro que se emocionan. Pásame el borrador cuando lo escribas. Son graciosos pasatiempos.
-Eres demasiado grande de estatura para ser un pájaro.
-Hay árboles inmensamente más considerables que cualquier ser que conozcas.
-Pero las ramas no son troncos. Son más débiles.
-Ni mis alas son de pájaro.
-Tu nombre es Dru.
-Ya te dije, que por supuesto tengo un nombre.
-Gracias por protegerme.
-Gracias por darme problemas.
-¿Tiene algún significado? Casi todos los nombres lo tienen.
-Me dices arrogante, y ciertamente lo soy. La arrogancia es una gracia especial. Soberbia, impertinencia, petulancia… No todos los seres pueden dominarlas, pues se asemejan a lograr sujetar en la palma de la mano contra el viento una leve pluma. Me asignaron el nombre de Dru, el que ve con lucidez.  Visionario, iluminado, ese es mi nombre. También iluso, ahora que lo pienso.
-Ambos lo somos. Dos ilusos.
-Hablarás por ti. Me refería a ilusiones.
Apoyado en un árbol sus alas transparentes permitían ver la madera, en realidad como si no tuvieran cuerpo. Aquel ser había vuelto a irrumpir en mi vida cotidiana.
-Esa casa no está vacía- me centré en lo vivido para intentar comprender.
-Vacía. Absolutamente.
-A eso que ha ocurrido no se le puede llamar vacía.
-No hay nadie. Igual que de vacío está el corazón de quien un día decidió tomar una silla, hacer un nudo de cuerda, acabar con su vida y mostrar su muerte por las ventanas a todos los niños que a esa hora jugaban por la calle. Decretó el fin de su ciclo.
-Qué desgracia. Cuánto se puede llevar encima y a pesar de todo parecer ligero.
-El duelo pesa más que las raíces de todos los árboles juntos. Anda en desespero buscando a quien esté dispuesto a cortarle la cuerda para retroceder, reniega de su vacío, volver a disfrutar de cuanta oportunidad perdió. Pero ya este tiempo no le corresponde. Por suerte no le lanzaste las tijeras. Enseguida comenzaste a gritar; no es nada práctico. Qué exagerada. Te creía más audaz.
-¿Y la anciana? ¿Y las niñas? ¿Quiénes son?
-Su dolor sufrido entre la cuerda derramó su corazón. Todo cuanto guardaba en él regresó a su origen y malogró el de su madre. Y ella a espejismos de su infancia. Ella lo deseó niña, pero él era un niño. Insistir en los deseos es poco práctico; en ocasiones sólo fructifica en un terrible fiasco. Desde entonces se anhelan atribulados sin encontrarse, a pesar de agitar la misma zona donde ambos vivieron.
-¿El niño? No es posible. No había ningún niño. Un hombre sí. Lo hemos visto y bien visto.
-Créeme: sólo había una niña y es, fue, un niño. Y más tarde un adulto. Con muy mal gusto para la ofensa, no cabe duda.
-No comprendo nada- contesté aun más confusa.
-Es de suponer. Tu mente acepta mejor lo que inventas sin ton ni son, que las realidades humanas. Y tus lectores son poco exigentes. Me temo que contigo pierdo mi valioso tiempo dándote explicaciones que son tan obvias de resolver para cualquier ser inteligente. 
-Impertinente.
-Dru. Te consiento dirigirte a mí con ese nombre.
El árbol quedó solo de nuevo. Miré sus ramas. En realidad no estaba solo, ni yo sola. Algunos gorriones revoloteaban entre sí, bajaban a la tierra y subían por el aire adonde quisieran ir o ser llevados por el viento. Pensé en el deseo expresado, ser un pájaro para poder estar en una rama desnuda. Qué deseo tan puro, no podría ni imaginármelo de ese creído, ser tan enorme y preferir una minúscula dimensión.
Y encaminándome hacia el centro de la ciudad, el cielo de oscuras nubes anunciaba la venida de la lluvia.



©Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)