sábado, 10 de octubre de 2015

La estrella atada, de Marta Antonia Sampedro

        
              Soy una estrella; y desde mucho antes del tiempo presente, he intentado comportarme como cualquier otro cuerpo celeste, y alcanzar la plenitud ideal para parecerme al resto, aunque ciertamente con bastante dificultad. Aquí, en el espacio, no es sencillo ser una estrella: el Firmamento dispone las labores de cada una de nosotras y su exigente disciplina debe imperar para que todo marche a la perfección, según indican las leyes que jamás acierto a recordar. Nunca nací; o, al menos, eso creo tener por certero porque en el espacio sólo el silencio establece el compás, y de vez en cuando, si alguna estrella fugaz o un cometa rompe levemente las normas, hay alboroto para ocupar un tiempo figurado que altere la monotonía de la eternidad.  
        Mi existencia transcurría tranquilamente, ocupada limpiándome el cuerpo de oscuridades que pudieran deslucirlo, observando a las otras estrellas, a las que jamás lograba igualar en resplandor, y, aunque lo deseaba profundamente, mi imagen permanecía menos reluciente que la de las demás.
         -No tienes capacidad para ser una auténtica estrella- me dijo el Firmamento-. Mira a tu alrededor: ¡esas son tan bellas…!, ¡tan hermosas y atrayentes! Pero tú…, tú no aprendes, no. ¿Y sabes por qué? Porque tú pareces conforme con esa mediocre luz. Sí…., siempre aparentemente muerta… Y aunque dices que te esfuerzas, que te esfuerzas mucho, veo que no, no. Estás igual… hum… sí, igual, sí…., igual de apagada, y serás siempre una ramplona estrella que nadie querrá ver.
           El Firmamento me exigía luz, luz… A veces lo intentaba tanto, que quedaba exhausta de esfuerzo, y en vez de luz conseguía tristeza, aunque rápidamente me reponía dándome paseos permitidos. Y miraba mi propia luz mil, dos mil, tres mil veces a la vez, hasta que me parecía ser la mejor luz de todo el espacio, pues sentía que mi existencia no era brillar en mayor o menor intensidad, sino poder variar los matices que de mi cuerpo tenue se creaban a mi antojo. Digamos que yo era una luz satisfecha. Sin embargo, hallándome en mis recreaciones luminosas, quise ir junto a un lucero que me maravillaba los días con su aspecto arrogante, pero… no podía moverme, o bajar, ni subir, todo me era imposible y me conformé entreteniéndome con sus fascinantes y lejanos reflejos.
           -Permanecerás atada hasta que comprendas que sin esfuerzo no serás nunca una estrella perfecta- me dijo el Firmamento al verme buscar, sin conseguirlo, el lazo por donde yo creía estar sujeta y que habría realizado invisible para impedir que me escapara-. ¡Y tal vez ni siquiera consigas ser una estrella vulgar!
         -¡Pero si me esfuerzo mucho!- protesté creando al instante destellos nuevos-. ¿Lo ves? Todo el silencio lo ocupo en esforzarme. ¿No observas las novedades que de mi cuerpo se escapan?
            Y, en vez de atender mi variable aspecto, me contestó: “No te desataré hasta que todo tu empeño se dirija a brillar tanto como las demás estrellas”.
          Al principio, no me importó. Incluso me alegré. Porque en aquella posición podía observar nuevos cuerpos que antes no conocía, caras nuevas de planetas y lunas, nuevos mares y montañas de la Tierra, que es el organismo más presumido de todo el espacio, donde sus habitantes humanos rompen el silencio con bombas, llantos y risas, y también con miradas en busca de una fanfarrona estrella que crean poder llegar a alcanzar. Pero más tarde, aburrida de estar en la misma posición, quise llamar la atención del Firmamento con destellos extraños, que son mi especialidad, para que me devolviera el derecho eterno a seguir las normas que ordenan el movimiento. Incluso creé, sin esfuerzo, rizos luminosos semejantes a los que produce un minúsculo sol. Pero a pesar de mis fascinantes formas, fui ignorada y dejada en aquel castigo…, atada. Y para entretenerme comencé a observar a los seres más interesantes terrenales, con su trajín sobre tierra y agua, sus charcos de sangre y modificaciones en su boca, donde tragan, escupen y emiten gritos rompedores de silencio que no permiten estar atados, y fluyen en constelaciones de palabras distintas según los cambios del planeta. Todos se esforzaban con ahínco en correr más, por socavar más las raíces aplastando seres que apaciblemente duermen, y sobre su piel se escurría un líquido extraño que los hacía respirar jadeantes aunque el sol no calentase sus cuerpos sin luz. Y los envidié. Porque no estaban atados a una eternidad implacable, sino que también amaban, brincaban o descansaban, arañaban las nubes en sueños que conocen no son verdad y sin embargo anhelan todos, viendo frente a ellos una luna y seleccionando con sus ojos a todas las mejores estrellas. Entre varios puntos cardinales solicitaban deseos que en ocasiones, con su afán que apagaba un poco mis destellos, podía yo escuchar sin apenas comprender nada de cuanto decían.
            Muchas estrellas recogían sus mensajes, que no mostraban a nadie porque en el espacio los secretos son sellados con poderosos tonos rojizos que indican control de promesa guardada; a excepción de las estrellas fugaces, las cuales, desobedeciendo órdenes, andan de aquí para allá intentando convencer a las más fieles para destruir tesoros de ilusiones.
          Debido a mi apagada presencia estelar, jamás se me había solicitado deseo alguno, y sólo era una estrella atada, doblegada por leyes que no podía cumplir, e ignorada hasta por los seres más insignificantes del espacio: los humanos.
            Entre el silencio podía escuchar mi propio silencio, y con tanto aburrimiento ante aquellas visiones mi luz se fue tornando aún más pálida a medida que asumía mi castigo, y para mantener aquel escaso brillo requería una fuerza que ya no tenía. En este lamentable estado me hallaba cuando sobre las aguas oceánicas vi dos gotas salinas titilar; eran de un brillo similar al de la luz de la luna de las noches de la Tierra y creí renacer con el deseo de conseguir verlas mejor. Como en ese planeta no hay astros, pensé que tal vez una alocada estrella fugaz había perdido su rumbo al perseguir secretos donde su capricho la dictara. Pero no era una de ellas, pues no está previsto que los secretos acaben ahogados en el mar; además, esas osadas estrellas son demasiado listas como para desconocer la sabiduría de las leyes que el Firmamento no deja de recordarme inútilmente.
            -¡Ayúdame…, estrella atada!- escuché de pronto el lenguaje de un ser humano y me turbé, pues nunca antes había sido vista por ninguno. Su voz denotaba angustia y desesperación y entre la confusión intenté razonar si no habría sido el llanto del mar. Pero de nuevo escuché:
            -¡Sálvame, estrella! ¡Sálvame compañera atada!
            -¿Me hablas a mí?- pregunté esforzándome por brillar más.
        -¿Y a quién, si no? ¿No eres tú la estrella atada? ¡Compañera estrella, vela mi destino…., y sálvame de este mar en donde me he caído de una barca en busca de la libertad! ¡Huyo del hambre!, ¡huyo de las armas! ¡Acude en mi auxilio!..., ¡que no tengo nada más que este ahogado destino!
          -¡Humanos…! –contesté altiva, para que no notara que era la primera vez que alguien solicitaba mi ayuda-. ¡Siempre andáis rompiendo el silencio! Y además…, ¿por qué recurres a mí? Todas las demás estrellas son más bellas y poderosas, y más relucientes.
           -¡Con todo mi corazón se lo he pedido a todas ellas!..., ¡pero dicen que todas están ocupadas!, ¡que buscara a la de menor luz, que es la que siempre está dispuesta a no esforzarse por nada!..., ¡y que por eso está atada! ¡Débil estrella, estrella atada…, si tú tampoco me ayudas moriré en el vientre de este monstruo de espuma que invadirá mi alma!
           -¡Ocupadas! Sí, sí, ¡ocupadas! Es cierto que están muy ocupadas, porque son las mejores estrellas y están muy solicitadas.
            -¡Tú puedes salvarme! ¡Te lo ruego, estrella atada!
         -Está bien- le dije para que dejase de gemir-. Cierra tus lunas…, déjalas descansar…, y aparecerás sobre la arena al despertar.
            -Cierro mis ojos, estrella atada… Confío en tu mirada… y dormido veré tu luz, esa que en mi corazón siempre estará desatada.
         Ante aquel necesitado ser, no podía fallar. Es poderosa ley de estrellas consolar al desesperado y además era mi primera petición, de modo que dejé de observarle hasta que al posarse en la alborada sobre la arena abrió los ojos, buscó mi luz, y a pesar de no verla dijo al expulsar el agua:
          -Estrella atada… te daré luz cada vez que respire con el alba. Hablaré de ti a la noche, en sueños bendeciré tu celestial almohada al recordarte apagada.
        No era tan insignificante aquel ser, y reconozco que me sentí halagada. Aunque desde entonces el Firmamento insiste en que aún no estoy preparada para conceder deseos, porque en vez de esforzarme en mi brillo, acudo a cualquier llamada humana con demasiadas confianzas. La última de ellas, ha sido indicarle a un ser mujer si el ser hombre al que ama, le corresponde. Al parecer, estos deseos los cumplen sólo estrellas desechadas; pero en ello estoy ocupada, vigilando sus suspiros, lanzándole trenzas doradas de mis matices, interpretando raras vivencias que rompen la calma bajo las nubes de la noche, y así poder conseguir con sus alientos, aunque aún permanezca atada, esa luz que nunca parece chispear y no obstante resurge en mí, ilusionada en ser como las más bellas estrellas.


 © Marta Antonia Sampedro Frutos (1997).         
            

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