Soy una estrella; y desde mucho antes
del tiempo presente, he intentado comportarme como cualquier otro cuerpo
celeste, y alcanzar la plenitud ideal para parecerme al resto, aunque
ciertamente con bastante dificultad. Aquí, en el espacio, no es sencillo ser
una estrella: el Firmamento dispone las labores de cada una de nosotras y su
exigente disciplina debe imperar para que todo marche a la perfección, según
indican las leyes que jamás acierto a recordar. Nunca nací; o, al menos, eso
creo tener por certero porque en el espacio sólo el silencio establece el
compás, y de vez en cuando, si alguna estrella fugaz o un cometa rompe
levemente las normas, hay alboroto para ocupar un tiempo figurado que altere la
monotonía de la eternidad.
Mi
existencia transcurría tranquilamente, ocupada limpiándome el cuerpo de
oscuridades que pudieran deslucirlo, observando a las otras estrellas, a las
que jamás lograba igualar en resplandor, y, aunque lo deseaba profundamente, mi
imagen permanecía menos reluciente que la de las demás.
-No
tienes capacidad para ser una auténtica estrella- me dijo el Firmamento-. Mira
a tu alrededor: ¡esas son tan bellas…!, ¡tan hermosas y atrayentes! Pero tú…,
tú no aprendes, no. ¿Y sabes por qué? Porque tú pareces conforme con esa
mediocre luz. Sí…., siempre aparentemente muerta… Y aunque dices que te
esfuerzas, que te esfuerzas mucho, veo que no, no. Estás igual… hum… sí, igual,
sí…., igual de apagada, y serás siempre una ramplona estrella que nadie querrá
ver.
El
Firmamento me exigía luz, luz… A veces lo intentaba tanto, que quedaba exhausta
de esfuerzo, y en vez de luz conseguía tristeza, aunque rápidamente me reponía
dándome paseos permitidos. Y miraba mi propia luz mil, dos mil, tres mil veces
a la vez, hasta que me parecía ser la mejor luz de todo el espacio, pues sentía
que mi existencia no era brillar en mayor o menor intensidad, sino poder variar
los matices que de mi cuerpo tenue se creaban a mi antojo. Digamos que yo era
una luz satisfecha. Sin embargo, hallándome en mis recreaciones luminosas,
quise ir junto a un lucero que me maravillaba los días con su aspecto
arrogante, pero… no podía moverme, o bajar, ni subir, todo me era imposible y
me conformé entreteniéndome con sus fascinantes y lejanos reflejos.
-Permanecerás
atada hasta que comprendas que sin esfuerzo no serás nunca una estrella
perfecta- me dijo el Firmamento al verme buscar, sin conseguirlo, el lazo por
donde yo creía estar sujeta y que habría realizado invisible para impedir que
me escapara-. ¡Y tal vez ni siquiera consigas ser una estrella vulgar!
-¡Pero
si me esfuerzo mucho!- protesté creando al instante destellos nuevos-. ¿Lo ves?
Todo el silencio lo ocupo en esforzarme. ¿No observas las novedades que de mi
cuerpo se escapan?
Y,
en vez de atender mi variable aspecto, me contestó: “No te desataré hasta que
todo tu empeño se dirija a brillar tanto como las demás estrellas”.
Al
principio, no me importó. Incluso me alegré. Porque en aquella posición podía
observar nuevos cuerpos que antes no conocía, caras nuevas de planetas y lunas,
nuevos mares y montañas de la Tierra, que es el organismo más presumido de todo
el espacio, donde sus habitantes humanos rompen el silencio con bombas, llantos
y risas, y también con miradas en busca de una fanfarrona estrella que crean
poder llegar a alcanzar. Pero más tarde, aburrida de estar en la misma
posición, quise llamar la atención del Firmamento con destellos extraños, que
son mi especialidad, para que me devolviera el derecho eterno a seguir las normas
que ordenan el movimiento. Incluso creé, sin esfuerzo, rizos luminosos
semejantes a los que produce un minúsculo sol. Pero a pesar de mis fascinantes
formas, fui ignorada y dejada en aquel castigo…, atada. Y para entretenerme
comencé a observar a los seres más interesantes terrenales, con su trajín sobre
tierra y agua, sus charcos de sangre y modificaciones en su boca, donde tragan,
escupen y emiten gritos rompedores de silencio que no permiten estar atados, y
fluyen en constelaciones de palabras distintas según los cambios del planeta.
Todos se esforzaban con ahínco en correr más, por socavar más las raíces
aplastando seres que apaciblemente duermen, y sobre su piel se escurría un
líquido extraño que los hacía respirar jadeantes aunque el sol no calentase sus
cuerpos sin luz. Y los envidié. Porque no estaban atados a una eternidad
implacable, sino que también amaban, brincaban o descansaban, arañaban las
nubes en sueños que conocen no son verdad y sin embargo anhelan todos, viendo
frente a ellos una luna y seleccionando con sus ojos a todas las mejores
estrellas. Entre varios puntos cardinales solicitaban deseos que en ocasiones,
con su afán que apagaba un poco mis destellos, podía yo escuchar sin apenas
comprender nada de cuanto decían.
Muchas
estrellas recogían sus mensajes, que no mostraban a nadie porque en el espacio
los secretos son sellados con poderosos tonos rojizos que indican control de
promesa guardada; a excepción de las estrellas fugaces, las cuales,
desobedeciendo órdenes, andan de aquí para allá intentando convencer a las más
fieles para destruir tesoros de ilusiones.
Debido
a mi apagada presencia estelar, jamás se me había solicitado deseo alguno, y
sólo era una estrella atada, doblegada por leyes que no podía cumplir, e
ignorada hasta por los seres más insignificantes del espacio: los humanos.
Entre
el silencio podía escuchar mi propio silencio, y con tanto aburrimiento ante
aquellas visiones mi luz se fue tornando aún más pálida a medida que asumía mi
castigo, y para mantener aquel escaso brillo requería una fuerza que ya no
tenía. En este lamentable estado me hallaba cuando sobre las aguas oceánicas vi
dos gotas salinas titilar; eran de un brillo similar al de la luz de la luna de
las noches de la Tierra y creí renacer con el deseo de conseguir verlas mejor.
Como en ese planeta no hay astros, pensé que tal vez una alocada estrella fugaz
había perdido su rumbo al perseguir secretos donde su capricho la dictara. Pero
no era una de ellas, pues no está previsto que los secretos acaben ahogados en
el mar; además, esas osadas estrellas son demasiado listas como para desconocer
la sabiduría de las leyes que el Firmamento no deja de recordarme inútilmente.
-¡Ayúdame…,
estrella atada!- escuché de pronto el lenguaje de un ser humano y me turbé,
pues nunca antes había sido vista por ninguno. Su voz denotaba angustia y
desesperación y entre la confusión intenté razonar si no habría sido el llanto
del mar. Pero de nuevo escuché:
-¡Sálvame,
estrella! ¡Sálvame compañera atada!
-¿Me
hablas a mí?- pregunté esforzándome por brillar más.
-¿Y
a quién, si no? ¿No eres tú la estrella atada? ¡Compañera estrella, vela mi
destino…., y sálvame de este mar en donde me he caído de una barca en busca de
la libertad! ¡Huyo del hambre!, ¡huyo de las armas! ¡Acude en mi auxilio!...,
¡que no tengo nada más que este ahogado destino!
-¡Humanos…!
–contesté altiva, para que no notara que era la primera vez que alguien
solicitaba mi ayuda-. ¡Siempre andáis rompiendo el silencio! Y además…, ¿por
qué recurres a mí? Todas las demás estrellas son más bellas y poderosas, y más
relucientes.
-¡Con
todo mi corazón se lo he pedido a todas ellas!..., ¡pero dicen que todas están
ocupadas!, ¡que buscara a la de menor luz, que es la que siempre está dispuesta
a no esforzarse por nada!..., ¡y que por eso está atada! ¡Débil estrella,
estrella atada…, si tú tampoco me ayudas moriré en el vientre de este monstruo
de espuma que invadirá mi alma!
-¡Ocupadas!
Sí, sí, ¡ocupadas! Es cierto que están muy ocupadas, porque son las mejores
estrellas y están muy solicitadas.
-¡Tú
puedes salvarme! ¡Te lo ruego, estrella atada!
-Está
bien- le dije para que dejase de gemir-. Cierra tus lunas…, déjalas descansar…,
y aparecerás sobre la arena al despertar.
-Cierro
mis ojos, estrella atada… Confío en tu mirada… y dormido veré tu luz, esa que
en mi corazón siempre estará desatada.
Ante
aquel necesitado ser, no podía fallar. Es poderosa ley de estrellas consolar al
desesperado y además era mi primera petición, de modo que dejé de observarle
hasta que al posarse en la alborada sobre la arena abrió los ojos, buscó mi
luz, y a pesar de no verla dijo al expulsar el agua:
-Estrella
atada… te daré luz cada vez que respire con el alba. Hablaré de ti a la noche,
en sueños bendeciré tu celestial almohada al recordarte apagada.
No
era tan insignificante aquel ser, y reconozco que me sentí halagada. Aunque
desde entonces el Firmamento insiste en que aún no estoy preparada para
conceder deseos, porque en vez de esforzarme en mi brillo, acudo a cualquier
llamada humana con demasiadas confianzas. La última de ellas, ha sido indicarle
a un ser mujer si el ser hombre al que ama, le corresponde. Al parecer, estos
deseos los cumplen sólo estrellas desechadas; pero en ello estoy ocupada,
vigilando sus suspiros, lanzándole trenzas doradas de mis matices,
interpretando raras vivencias que rompen la calma bajo las nubes de la noche, y
así poder conseguir con sus alientos, aunque aún permanezca atada, esa luz que
nunca parece chispear y no obstante resurge en mí, ilusionada en ser como las
más bellas estrellas.
© Marta
Antonia Sampedro Frutos (1997).
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