Una casa no
tiene presencia cualquiera en la parte que menos esperemos. Una casa está
siempre en el mismo lugar. No es como las personas, que van y vienen, te las
encuentras desplazándose en los autobuses mirando por la ventanilla con sus
caras melancólicas o quietas en las terrazas tomando café con un punto de
espuma haciendo de corazón. Esta casa siempre está llena de neblinas,
preferentemente en el patio, donde tienen mucho espacio para jugar al escondite
y reproducirse. Voy a por leña al trastero del patio y me sorprenden al salir
huyendo para que no las atrape y las eche a la chimenea junto con la encina.
Juegan duermen o ríen entre la mimosa o el membrillo, estas neblinas. Huelen
las rosas rojas o el jazmín blanco y después se suben al tejado y me observan
tendiendo al sol la ropa. Yo hago como que no me impresionan sus presencias,
incluso como si no las viera. Luego, se impregnan de los hilos de jerséis y
pantalones, ya he notado que a veces al vestirme salen hilos blancos que se
vaporizan al contacto con mi cuerpo y debo abrirles la puerta para que regresen
al patio. De todas las plantas han elegido el limonero para reunirse en la
noche; el limonero tiene dos años y medio. Ningún azahar que nazca llega a
limón, sus pétalos quedan mordisqueados por las neblinas un día y otro y ya no
me sorprende que ni siquiera estén caídas en el suelo. Solamente ha dado un
limón que lleva colgado de la rama sesenta y un días coloreado de verde claro y
puntos marrones. El vecino jardinero me dice que es porque le falta alguna
sustancia. Pero tras muchas observaciones he comprendido que se alimentan de sus
esencias porque nunca antes el patio había olido tan bien sin tener estas
flores y eso debe ser debido a la digestión de los azahares en las neblinas.
Claro que eso ningún jardinero lo incluye en su manual de jardinería y prefiero
decirle que he comprado hierro y fósforo e incluso piedras blancas en el vivero
de la Quinta
de Miguelito. Ante esos resultados nulos, sus conocimientos ya quedan limitados
y sólo se encoge de hombros y me dice yo qué sé. Si sales al patio lo ves de
frente, al limón único. Pero si te aproximas aunque camines despacio ves salir
a las neblinas que aún duerman y tus pasos o tu olor a humano las han
despertado. Entonces miras las flores y lo ves claramente, los bocados de las
neblinas que dejan cercos vacíos en los contornos. Llegado este punto, no he
tenido más remedio que aceptar que mi patio tiene una auténtica plaga de
neblinas. He tomado medidas urgentes. Hacer más visitas al limonero, para que mi
presencia espante todos los duermevelas de las neblinas y consideren esta
alerta un acto vandálico probable y sin pausas. Claro que esto puede
representar que se mueran de hambre y ansiedad súbita y eso me produce zozobra
de conciencia a pesar de que el resultado sea que tenga más limones digamos
dentro de dos meses y poder hacer limonada a las visitas. Sin embargo, tengo la
firme convicción de que las flores me agradecerán toda esta presión bélica.
Plan para llevar a cabo enseguida. No puedo permitir impasiblemente esta
agresión en mi propia casa. Lo he visitado por sorpresa algunas noches. No
siempre a la misma hora. Me he puesto el reloj para programar las visitas. Y a
la luz de la luna de cualquier hora de la noche se dispersan las neblinas. Algunas
llevan de la mano blanquecina a otras más pequeñas y es de suponer que son las
neblinas de menos edad; otras más grandes van más lentamente y son las más
pesadas, llevan en sus panzas muchas flores trituradas con néctar blanco, me
atreví a tocar una y de ella salió una neblina con forma de gato, incluso me
pareció ver en ella dos ojos de luz. Esta acción inesperada ha dado resultado
unos días y por las tardes apenas se les ve reunirse sobre el tejado. Estaba
satisfecha de mi plan hasta anoche. Llegué al limonero a eso de las 2,30,
primera hora programada de despertador. Caía una llovizna que me dejó la cabeza
rociada como si fuera un gorro de agua fina. A pesar de ello, persistí en mi
acción de dispersarlas. Zarandeé algunas ramas para desocupar por completo el
árbol y de pronto una presencia más antigua incluso que mis recuerdos apareció
vestido de neblina, impecablemente de blanco transparente. Reconocí enseguida el
rostro de un ser querido con el cual hacía mucho tiempo que yo no soñaba, la
última vez lo había soñado cuando tenía cinco años, tan rubio y tímido y ojos
verdes que ahora se veían blancos de neblina, y al momento tras mirarme con
mirada triste se dispersó con las demás y comencé a llorar de sentimiento que
me estallaba por dentro, y a abrazar al limonero arrepentida de esta lucha
contra las neblinas con tal de conseguir limones. El árbol estaba frío como
todos los árboles en la noche de invierno, pero mis lágrimas salían calientes
de mis ojos y mis mocos de mi nariz helada y al momento el calor se fundía con
el frío y la llovizna, todo esto en presencia de una luna difuminada que nunca
se quiso implicar en mi ruindad programada. Me quedé abrazada al limonero hasta
que bien llegada la madrugada y fría como noviembre noté acercarse a las
neblinas, seguramente habían pasado la noche también en vela o a saber en qué
mal lugar con terrible miedo por todas las alimañas que la oscuridad destapa
especialmente a las neblinas que no tienen un sitio fijo donde vivir. Se fueron
colocando una a una entre los troncos y las ramas del árbol y en las hojas
mojadas como si mi presencia no existiera o no les impresionara ver a un ser
humano derrotado contra las neblinas. Me rozaban las manos y la cara, una de
ellas me pellizcó un dedo, una sensación como de ahogo me vino en el pecho y no
tuve más remedio que dejarlas acomodarse en su hogar de flores y volver a
meterme en la cama sabiendo que están bien.
(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2012)
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