domingo, 3 de enero de 2016

Alas de escarcha, de Marta Antonia Sampedro

       
A Ana López Valverde, siempre en el corazón.
               
              Aquella noche, víspera de Carnaval, Anita soñó que el tiempo de sus risas quedaba en la lejanía, anclado en los hierros de la vía del tren. Dentro del sueño se reconoció distinta, y los aros, las muñecas de trapo que sujetaban sus amigas estirándole los encajes renegridos, su cuerda para saltar y sus lazos para el pelo, permanecían inertes entre la neblina de sus ojos. Deseaba despertarlos, para hacerlos revivir dentro de la ensoñación; sin embargo, todos sus gestos se desarrollaban con lentitud, continuaban aletargados en su extremo cansancio, dormidos en su propio reposo.
           Aún no cantaba gallo alguno, pero a las cuatro y media, antes de levantarse para iniciar la dura jornada, tocó la cabeza de su hijo, junto a su cama. “Angelico del cielo, que Dios también nos ayude hoy”, le dijo al tomarlo en brazos, dispuesta para amamantarlo. Pedro, su marido, aún dormía, envuelto en cobertores. Desconocía a qué hora había regresado, porque tenía la costumbre de volver a casa caprichosamente, y a esas horas Anita ya dormía completamente agotada por la labor diaria. Sentada en la silla de enea, a la luz de la vela las sombras se dispersaban al antojo de su llama; el balcón, ante sus ojos, era un fantasma espantado con una humilde cortina, ahora nube de lluvia, después agua en cascada sucia, y los desniveles de la pared, ennegrecidos por el picón del brasero, le daban a la estancia un aspecto sombrío, donde cada mañana, en sus ondulantes tonos, creían verse reflejadas sus alas.
            Cobijado por la toquilla mamaba la criatura; sus ojos, apenas abiertos, se asemejaban a los de un niño jesús, ajeno al esfuerzo que apremiara la escasez de alimento. “He soñado, hijo, que ya nada vuelve a ser nunca lo mismo”. “Vuélvete a dormir, para que tus sueños vivan y vuelen por donde quieran, ahora que puedes”.
               La luna huía por los cerros cuando Anita, resguardada del frío por sus ropas raídas, atravesaba el camino en busca de los muleros. Eran hombres fuertes, rudos, que recorrían diariamente en sus bestias los pueblos de la comarca para realizar las labores del campo.
               -¡Anita!- la reclamaban a voces-. ¿Hoy no vienes cantando? ¿Pues qué es lo que te pasa?
              -¡Hoy no tengo muchas ganas!- contestó sin saber de dónde procedía el vocerío.
               -¿Es que anoche hubo tela?
               -¡Y a mí, qué! Que yo me acosté pronto, por si acaso.
               Los hombres reían a carcajadas. Aparecieron ante ella surgiendo de la oscuridad de la noche. Estaban acostumbrados a sus coplillas.
               -¡Anda, y cántate alguna!
               -¡Que no, he dicho!
           -¡Algo hubo anoche, que mira que vas muy tapá! ¡Que cuando amanezca ya veremos si es que tienes marcá la cara!
               -¡Bah!
           Como aquella mañana la vieron muy seria los hombres no insistieron. “¿Qué le pasará hoy a la Anita, si no cobró anoche?”.
              El camino adormecido lo alteraba el sonido aún débil de los pájaros, los pasos de las bestias y las órdenes firmes que los hombres les demandaban, enfilados como si fuesen lombrices desbocadas hacia la salida de la tierra.
           El sol anunciaba un esplendoroso día de final del invierno y la cosecha de aceituna. Anita, mirando las nubes finas, sintió que su corazón le rogaba una canción que espantara las horas que aún quedaban por vivir. Al fin su voz aguda resonó en los cerros como ave escapada de una jaula desalambrada misteriosamente, tocaba las hojas de los olivos retornando a la hierba del camino, acariciando raigones, y aun así resultaba copla cargada de pena, rapsodia de hondo sinsabor, hechizo acuchillado por una cuerda vocal de sueños rotos.
            -¡Que ya se ha lanzao la Anita!- se decían alegremente los muleros-. ¿Véis cómo anoche tuvo que haber palos? ¡El desgraciao del marío, que no sabe que esta vale lo que vale! ¡Así me gusta, Anita! ¡Cómo cantas!
               Cantar para retener, en su alma, su infancia dormida, y no saberse sino viva, apartando de la vida el todo, comienzo y fin, y no añadiendo sino día por día las horas, los segundos del duro trabajo, para recuperar a su dignidad medio pan y alguna cosilla que a los muleros se les fuese a echar a perder. Cantando y cantando coplas solicitadas por aquellos hombres, quienes le sugerían letras que les hicieran renacer el aliento, hasta que, al no escucharla, una voz gritó: “¿Por qué ha dejado de cantar la Anita?”.  Y ella estaba sobre una piedra amamantando a su hijo.
              -¿Cómo es que hoy te has traído a la criatura?- le preguntó Agustín, el más viejo de los muleros.
               -Mi suegra está mala, tiene calenturas, y no se lo he podido dejar. ¿Es que pasa algo?
               -Que no, mujer…, ¡que va a pasar! Pero teniendo a tu marío en la casa, que se pasa el día acostao, y el crío ya tomará harina, pues digo yo que…
              -Mi marío no tiene pechos que sirvan y gracias a dios que no porque ese es otro mamón, y yo la harina no la puedo comprar que está muy cara.
               El hombre quedó en silencio unos minutos, observando la estampa de Anita acurrucando al niño. Y dijo:
              -No es que yo quiera meterme en vuestras cosas… pero con el crío andas más despacio y además no creo que con él puedas varear.
             -¿Ahora que has visto al crío escondío entre mis ropas, me dices eso? ¿Pues sabes qué te digo? ¡Que te vayas a freír leches, y que si hoy no cobro na más que el pan, pues el pan!
           -No te lo tomes a mal, mujer… - se disculpó Agustín-. Que algo sobrará. ¿O es que no sobró na cuando tuviste el último parto echao a perder y tuvimos que ir a buscar una comadrona al pueblo?- Anita asintió con la cabeza-. Ea, pues en cuanto acabe el crío, andando, que al destajo se hace corto el día.
               Cantar, hacía su espíritu libre de sombras; la sumergía recreada en dos, en un pensamiento paralelo: las palabras de las coplas volaban a su antojo, y sus pensamientos sellaban repetitivamente su corazón, como si en los latidos éste retoma el compás, sin apenas percibir, o quizás olvidando, el estar marcado por su destino.
               -Estate ahí tranquilo, hijo, que tengo que trabajar más duro. Mira ese pajarillo, qué bonico es y qué cerca lo tienes, casi lo toco con la vara. Él te cuidará en los aparejos mientras yo trabajo.
              Tras la dura jornada, después del mediodía, ya de regreso al pueblo mordisqueaba el medio pan ganado de jornal y una sardina arenque que los muleros le habían regalado. Se dirigió a la casa de los López-Jiménez, a hacer las faenas domésticas: lavar en la pila, planchar las ropas, barrer los corrales y las cuadras, portando con ella atada por las mangas del casaco a su hijo, para recibir un quilo de patatas y un puñado de arroz.
            La noche se determinó cuando Anita regresaba a su casa adivinando qué noche sería aquella noche. El olor de las calles traía aroma de fiesta y guasa popular. Ella ajena por completo de las risas del presente, el Carnaval era ya en ella un esbozo del pasado, pasos trastocados en el defecto, retratos de los espejos que la hacían recordar que ya jamás fue ella.
               -Buenas- la saludó por la calle su primo Antonio, que regresaba de la mina-. ¿Ya vuelves para tu casa? Allí no hay nadie, prima, porque acabo de ver a tu marío que va con dos fulanos vestíos de payasos a festejar el carnaval; uno, lleva una guitarra. ¡Qué hermoso que está ya el nene!, ¡vaya, qué coloretes de estar sano!
              Anita, entre las comparsas callejeras que se les acercaban con gritos y ademanes de fiesta, rumió palabras que nadie escuchó, aunque habría jurado que sí fueron oídas, debido al enfado que había sentido al pensarlas. Le dijo a Antonio:
               -Pues he pensado que me voy a vestir de máscara. ¿Quieres, primo, que nos vistamos los dos y nos vamos por ahí?
             Antonio permaneció indeciso, pues conocía bien a Pedro, y temía que culpase a Anita de su propio desprecio, acusando su falta de hombría arremetiendo contra una mujer que, con tal de no perder el horizonte de sus sueños, entregaba hasta el alma. “¿Estás segura, prima?”, le preguntó finalmente.
               -¡Pues claro que estoy segura!- le contestó emocionada-. Mira, me voy a tu casa contigo,  y tu madre se queda con el nene. ¿Qué te parece?
               -¿Y de qué vamos a vestirnos?
               -¡De lo que sea, chiquillo! ¡Ya se nos ocurrirá algo!
         Aquella osadía echada por Anita al azar, no era cantar, sino arriesgarse a recibir de Pedro más golpes que acallar con nuevas voces. Sin embargo, aquella idea trajo a su espítiru un bálsamo, y que la máscara podía permitirle observar la vida en los juegos de cuando era una niña inocente, y comprobar si era cierto que esa niña aún vivía en ella.
         Bajo las farolas, Antonio y Anita reían por las calles del pueblo, canturreando desordenadamente pachangas tradicionales. Él vestido de fantoche, con ropas de su abuelo, acompañándose de un bastón torcido, una gorra apolillada y la cara embadurnada con picón húmedo. Ella, de mujer preñada, luciendo un enorme vestido de lunares que hacían invisibles sus múltiples descosidos; una gran pamela cubría su moño alto; sus labios pintados hasta el bigote recordaban una tajada de sandía, y su mirada tintada de azulete convertían en enormes sus ojos de jilguero. Asesorada por su primo, se sujetaba el vientre dando pequeños gritos de desesperación. Saludaban a otras personas disfrazadas, animándose a bailar.
            -Prima, ¿quieres que nos vayamos al hospital?- sugirió Antonio, dispuesto a continuar la vida en la burla-. ¡Se me acaba de ocurrir una cosa!...
               -¡Venga!
            Sus gritos y sus andares, conocedores de aquellas posturas de caderas abiertas, parecían ciertos. A ellos comenzaban a unirse niños y jóvenes dispuestos a no perderse detalle de aquel alumbramiento que parecía ir en serio alterando el día de carnaval.
           -¡Ay qué dolores me vienen!- chillaba Anita, riéndose en sus adentros como creyó que sólo de niña se había reído.
              -¡Asujétate por el amor de Dios!- decía el primo-. ¡Asujétate to lo que puedas que ya llegamos!
          En la puerta del hospital un grupo de gente se arremolinaba a su alrededor y Anita, echándose sobre el suelo, comenzó a parir lo que no eran sino trapos viejos hechos una pelota absurda, deshilachados conforme Antonio los iba sacando y mostrando a los presentes, provocando que el gentío escurriera carcajadas que se unían a las suyas tras el fingido dolor, sainete que no aceptaron del mismo modo los enfermeros, quienes de inmediato solicitaron la presencia de la guardia civil, sujetando a los primos para que no huyeran de su desvergüenza.
               -¡Al cuartelillo los dos! ¡Andando con ellos!
               Esposados ante el bullicio y el recurso de las risas para sobrellevar la dureza se tornó en preocupación y palabras de enojo, presentimiento de mayor mala suerte de la que ya habitualmente sospecharan.
             Pero tras las rejas del calabozo, Anita y Antonio recordaban con alegría la representación teatral, como cuando eran niños e invitaban a los vecinos a verlos actuar: Antonio imitaba ser un gran bailaor, conocido en todo el mundo. Ella, una princesa que había venido de muy, muy lejos, para aprender a bailar.
               -¿Te acuerdas, prima, el día que te pillaron vestía con el traje de novia de doña Manuela? ¡Menudo embrollo se lió!
            -¿Y tú te acuerdas de cuando te measte en la puerta de Juan, el que siempre nos tiraba piedras? ¡Se llenó la puerta de perros!
              Una infancia donde los recuerdos resurgían de las cenizas y ninguno de los dos se supo emisario de nada; esas cenizas conservaban el hechizo de la alegría, porque los juegos fueron una vereda enlazada.
               -¿Sabes lo que te digo, primo? ¡Que nunca he parío tan a gusto!
           Las risas sustituían las edades y los cantes de los sabores agrios. La estrella que en ellos llevaban brilló por unas horas y la supieron aún viva. La detención les resultó poco tiempo para recuperar los días largos, pues solamente duró tres horas, las necesarias para que, por orden de la familia López-Jiménez, dejasen marchar a esos dos pobres pues ella limpiaba la importante casa y los corrales de esa familia.
            Y había valido la pena, pensaba Anita a medianoche entregada a la humedad de sus alas de escarcha. Fundida en sueños amamantando en soledad a su hijo. Aunque sólo hubiese sido un segundo, el segundo exacto para comprobar que a veces los sueños mienten si no se conciben desde el ayer en los momentos que damos por perdidos. Para que mañana, esa ardua labor por hacer, la sintiese Anita entre ilusiones de un juego de la vida, recuperado.


© Marta Antonia Sampedro Frutos
(1.998)            
              




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