A Ana López Valverde, siempre en el corazón.
Aquella noche, víspera de Carnaval, Anita soñó que el tiempo de sus risas quedaba en la lejanía, anclado en los hierros de la vía del tren. Dentro del sueño se reconoció distinta, y los aros, las muñecas de trapo que sujetaban sus amigas estirándole los encajes renegridos, su cuerda para saltar y sus lazos para el pelo, permanecían inertes entre la neblina de sus ojos. Deseaba despertarlos, para hacerlos revivir dentro de la ensoñación; sin embargo, todos sus gestos se desarrollaban con lentitud, continuaban aletargados en su extremo cansancio, dormidos en su propio reposo.
Aún
no cantaba gallo alguno, pero a las cuatro y media, antes de levantarse para
iniciar la dura jornada, tocó la cabeza de su hijo, junto a su cama. “Angelico
del cielo, que Dios también nos ayude hoy”, le dijo al tomarlo en brazos,
dispuesta para amamantarlo. Pedro, su marido, aún dormía, envuelto en
cobertores. Desconocía a qué hora había regresado, porque tenía la costumbre de
volver a casa caprichosamente, y a esas horas Anita ya dormía completamente
agotada por la labor diaria. Sentada en la silla de enea, a la luz de la vela
las sombras se dispersaban al antojo de su llama; el balcón, ante sus ojos, era
un fantasma espantado con una humilde cortina, ahora nube de lluvia, después agua
en cascada sucia, y los desniveles de la pared, ennegrecidos por el picón del
brasero, le daban a la estancia un aspecto sombrío, donde cada mañana, en sus
ondulantes tonos, creían verse reflejadas sus alas.
Cobijado
por la toquilla mamaba la criatura; sus ojos, apenas abiertos, se asemejaban a
los de un niño jesús, ajeno al esfuerzo que apremiara la escasez de alimento.
“He soñado, hijo, que ya nada vuelve a ser nunca lo mismo”. “Vuélvete a dormir,
para que tus sueños vivan y vuelen por donde quieran, ahora que puedes”.
La
luna huía por los cerros cuando Anita, resguardada del frío por sus ropas
raídas, atravesaba el camino en busca de los muleros. Eran hombres fuertes,
rudos, que recorrían diariamente en sus bestias los pueblos de la comarca para
realizar las labores del campo.
-¡Anita!-
la reclamaban a voces-. ¿Hoy no vienes cantando? ¿Pues qué es lo que te pasa?
-¡Hoy
no tengo muchas ganas!- contestó sin saber de dónde procedía el vocerío.
-¿Es
que anoche hubo tela?
-¡Y
a mí, qué! Que yo me acosté pronto, por si acaso.
Los
hombres reían a carcajadas. Aparecieron ante ella surgiendo de la oscuridad de
la noche. Estaban acostumbrados a sus coplillas.
-¡Anda,
y cántate alguna!
-¡Que
no, he dicho!
-¡Algo
hubo anoche, que mira que vas muy tapá! ¡Que cuando amanezca ya veremos si es
que tienes marcá la cara!
-¡Bah!
Como
aquella mañana la vieron muy seria los hombres no insistieron. “¿Qué le pasará
hoy a la Anita, si no cobró anoche?”.
El
camino adormecido lo alteraba el sonido aún débil de los pájaros, los pasos de
las bestias y las órdenes firmes que los hombres les demandaban, enfilados como
si fuesen lombrices desbocadas hacia la salida de la tierra.
El
sol anunciaba un esplendoroso día de final del invierno y la cosecha de
aceituna. Anita, mirando las nubes finas, sintió que su corazón le rogaba una
canción que espantara las horas que aún quedaban por vivir. Al fin su voz aguda
resonó en los cerros como ave escapada de una jaula desalambrada
misteriosamente, tocaba las hojas de los olivos retornando a la hierba del
camino, acariciando raigones, y aun así resultaba copla cargada de pena,
rapsodia de hondo sinsabor, hechizo acuchillado por una cuerda vocal de sueños
rotos.
-¡Que
ya se ha lanzao la Anita!- se decían alegremente los muleros-. ¿Véis cómo
anoche tuvo que haber palos? ¡El desgraciao del marío, que no sabe que esta
vale lo que vale! ¡Así me gusta, Anita! ¡Cómo cantas!
Cantar
para retener, en su alma, su infancia dormida, y no saberse sino viva,
apartando de la vida el todo, comienzo y fin, y no añadiendo sino día por día
las horas, los segundos del duro trabajo, para recuperar a su dignidad medio
pan y alguna cosilla que a los muleros se les fuese a echar a perder. Cantando
y cantando coplas solicitadas por aquellos hombres, quienes le sugerían letras
que les hicieran renacer el aliento, hasta que, al no escucharla, una voz
gritó: “¿Por qué ha dejado de cantar la Anita?”. Y ella estaba sobre una piedra amamantando a
su hijo.
-¿Cómo
es que hoy te has traído a la criatura?- le preguntó Agustín, el más viejo de
los muleros.
-Mi
suegra está mala, tiene calenturas, y no se lo he podido dejar. ¿Es que pasa
algo?
-Que
no, mujer…, ¡que va a pasar! Pero teniendo a tu marío en la casa, que se pasa
el día acostao, y el crío ya tomará harina, pues digo yo que…
-Mi
marío no tiene pechos que sirvan y gracias a dios que no porque ese es otro
mamón, y yo la harina no la puedo comprar que está muy cara.
El
hombre quedó en silencio unos minutos, observando la estampa de Anita
acurrucando al niño. Y dijo:
-No
es que yo quiera meterme en vuestras cosas… pero con el crío andas más despacio
y además no creo que con él puedas varear.
-¿Ahora
que has visto al crío escondío entre mis ropas, me dices eso? ¿Pues sabes qué
te digo? ¡Que te vayas a freír leches, y que si hoy no cobro na más que el pan,
pues el pan!
-No
te lo tomes a mal, mujer… - se disculpó Agustín-. Que algo sobrará. ¿O es que
no sobró na cuando tuviste el último parto echao a perder y tuvimos que ir a
buscar una comadrona al pueblo?- Anita asintió con la cabeza-. Ea, pues en
cuanto acabe el crío, andando, que al destajo se hace corto el día.
Cantar,
hacía su espíritu libre de sombras; la sumergía recreada en dos, en un pensamiento
paralelo: las palabras de las coplas volaban a su antojo, y sus pensamientos
sellaban repetitivamente su corazón, como si en los latidos éste retoma el
compás, sin apenas percibir, o quizás olvidando, el estar marcado por su
destino.
-Estate
ahí tranquilo, hijo, que tengo que trabajar más duro. Mira ese pajarillo, qué
bonico es y qué cerca lo tienes, casi lo toco con la vara. Él te cuidará en los
aparejos mientras yo trabajo.
Tras
la dura jornada, después del mediodía, ya de regreso al pueblo mordisqueaba el
medio pan ganado de jornal y una sardina arenque que los muleros le habían
regalado. Se dirigió a la casa de los López-Jiménez, a hacer las faenas
domésticas: lavar en la pila, planchar las ropas, barrer los corrales y las
cuadras, portando con ella atada por las mangas del casaco a su hijo, para
recibir un quilo de patatas y un puñado de arroz.
La
noche se determinó cuando Anita regresaba a su casa adivinando qué noche sería
aquella noche. El olor de las calles traía aroma de fiesta y guasa popular. Ella
ajena por completo de las risas del presente, el Carnaval era ya en ella un
esbozo del pasado, pasos trastocados en el defecto, retratos de los espejos que
la hacían recordar que ya jamás fue ella.
-Buenas-
la saludó por la calle su primo Antonio, que regresaba de la mina-. ¿Ya vuelves
para tu casa? Allí no hay nadie, prima, porque acabo de ver a tu marío que va
con dos fulanos vestíos de payasos a festejar el carnaval; uno, lleva una
guitarra. ¡Qué hermoso que está ya el nene!, ¡vaya, qué coloretes de estar
sano!
Anita,
entre las comparsas callejeras que se les acercaban con gritos y ademanes de
fiesta, rumió palabras que nadie escuchó, aunque habría jurado que sí fueron
oídas, debido al enfado que había sentido al pensarlas. Le dijo a Antonio:
-Pues
he pensado que me voy a vestir de máscara. ¿Quieres, primo, que nos vistamos
los dos y nos vamos por ahí?
Antonio
permaneció indeciso, pues conocía bien a Pedro, y temía que culpase a Anita de
su propio desprecio, acusando su falta de hombría arremetiendo contra una mujer
que, con tal de no perder el horizonte de sus sueños, entregaba hasta el alma.
“¿Estás segura, prima?”, le preguntó finalmente.
-¡Pues
claro que estoy segura!- le contestó emocionada-. Mira, me voy a tu casa
contigo, y tu madre se queda con el
nene. ¿Qué te parece?
-¿Y
de qué vamos a vestirnos?
-¡De
lo que sea, chiquillo! ¡Ya se nos ocurrirá algo!
Aquella
osadía echada por Anita al azar, no era cantar, sino arriesgarse a recibir de
Pedro más golpes que acallar con nuevas voces. Sin embargo, aquella idea trajo
a su espítiru un bálsamo, y que la máscara podía permitirle observar la vida en
los juegos de cuando era una niña inocente, y comprobar si era cierto que esa
niña aún vivía en ella.
Bajo
las farolas, Antonio y Anita reían por las calles del pueblo, canturreando desordenadamente
pachangas tradicionales. Él vestido de fantoche, con ropas de su abuelo,
acompañándose de un bastón torcido, una gorra apolillada y la cara embadurnada
con picón húmedo. Ella, de mujer preñada, luciendo un enorme vestido de lunares
que hacían invisibles sus múltiples descosidos; una gran pamela cubría su moño
alto; sus labios pintados hasta el bigote recordaban una tajada de sandía, y su
mirada tintada de azulete convertían en enormes sus ojos de jilguero. Asesorada
por su primo, se sujetaba el vientre dando pequeños gritos de desesperación.
Saludaban a otras personas disfrazadas, animándose a bailar.
-Prima,
¿quieres que nos vayamos al hospital?- sugirió Antonio, dispuesto a continuar
la vida en la burla-. ¡Se me acaba de ocurrir una cosa!...
-¡Venga!
Sus
gritos y sus andares, conocedores de aquellas posturas de caderas abiertas,
parecían ciertos. A ellos comenzaban a unirse niños y jóvenes dispuestos a no
perderse detalle de aquel alumbramiento que parecía ir en serio alterando el
día de carnaval.
-¡Ay
qué dolores me vienen!- chillaba Anita, riéndose en sus adentros como creyó que
sólo de niña se había reído.
-¡Asujétate por el amor de Dios!- decía el
primo-. ¡Asujétate to lo que puedas
que ya llegamos!
En
la puerta del hospital un grupo de gente se arremolinaba a su alrededor y
Anita, echándose sobre el suelo, comenzó a parir lo que no eran sino trapos
viejos hechos una pelota absurda, deshilachados conforme Antonio los iba
sacando y mostrando a los presentes, provocando que el gentío escurriera
carcajadas que se unían a las suyas tras el fingido dolor, sainete que no
aceptaron del mismo modo los enfermeros, quienes de inmediato solicitaron la
presencia de la guardia civil, sujetando a los primos para que no huyeran de su
desvergüenza.
-¡Al
cuartelillo los dos! ¡Andando con ellos!
Esposados
ante el bullicio y el recurso de las risas para sobrellevar la dureza se tornó
en preocupación y palabras de enojo, presentimiento de mayor mala suerte de la
que ya habitualmente sospecharan.
Pero
tras las rejas del calabozo, Anita y Antonio recordaban con alegría la
representación teatral, como cuando eran niños e invitaban a los vecinos a
verlos actuar: Antonio imitaba ser un gran bailaor, conocido en todo el mundo. Ella,
una princesa que había venido de muy, muy lejos, para aprender a bailar.
-¿Te
acuerdas, prima, el día que te pillaron vestía con el traje de novia de doña
Manuela? ¡Menudo embrollo se lió!
-¿Y
tú te acuerdas de cuando te measte en la puerta de Juan, el que siempre nos
tiraba piedras? ¡Se llenó la puerta de perros!
Una
infancia donde los recuerdos resurgían de las cenizas y ninguno de los dos se
supo emisario de nada; esas cenizas conservaban el hechizo de la alegría,
porque los juegos fueron una vereda enlazada.
-¿Sabes
lo que te digo, primo? ¡Que nunca he parío tan a gusto!
Las
risas sustituían las edades y los cantes de los sabores agrios. La estrella que
en ellos llevaban brilló por unas horas y la supieron aún viva. La detención
les resultó poco tiempo para recuperar los días largos, pues solamente duró
tres horas, las necesarias para que, por orden de la familia López-Jiménez,
dejasen marchar a esos dos pobres pues ella limpiaba la importante casa y los
corrales de esa familia.
Y
había valido la pena, pensaba Anita a medianoche entregada a la humedad de sus
alas de escarcha. Fundida en sueños amamantando en soledad a su hijo. Aunque
sólo hubiese sido un segundo, el segundo exacto para comprobar que a veces los
sueños mienten si no se conciben desde el ayer en los momentos que damos por
perdidos. Para que mañana, esa ardua labor por hacer, la sintiese Anita entre
ilusiones de un juego de la vida, recuperado.
© Marta Antonia Sampedro Frutos
(1.998)
No hay comentarios:
Publicar un comentario