Hoy a las diez horas me vino un
recuerdo. No un recuerdo por finalizar, ni siquiera el nacimiento de un
recuerdo. Fue un recuerdo que nunca había percibido vivir, pero un recuerdo
cierto. Estaba en el campo, me veo con unos seis años. Mirando el horizonte del
pantano del Rumblar, inmóvil, con la mirada al agua que, como se suele decir,
es espejo del cielo. En realidad lo hermoso del agua en el campo bajo las nubes
es que las nubes viven dentro del agua y, si queremos atraparlas, sólo
conseguimos agua; las nubes son materia de infancia. El sol estaba ya tras el gran
monte de donde siempre calculo el oeste. Porque los oestes se componen de
brújulas en la infancia. El cielo era dorado de tarde. Del silencio se apoderaban
ya los sonidos de los búhos que acechan los atardeceres de las arboledas del
sur. De vez en cuando unas ondas en el agua eran mi mirada, translúcidas en
pensamiento, sobre las ondas que los peces mantenían en sus giros. Yo estaba
tranquila, tranquila en mi espacio, el espacio al que pertenecían mis ojos, mirando
las nubes que lentamente tomaban formas. Una nube de mano me lanzó un puñado de
estrellas que se diseminaban ante mí sin que yo me sorprendiera, porque en la
naturaleza hay modos de conseguir ser capaces de afrontar cualquier cosa. Eran
estrellas muy luminosas, que revoloteaban sobre el agua duplicando su cuerpo, y
se unían a las ondas y se reproducían. Yo me fijé en la menos luminosa. Por qué
no lucía, o si conseguiría remontar al cielo. Sorprende que en la infancia el
corazón se dirija hacia la debilidad. Lentamente fueron despareciendo tras de
los montes las más hermosas estrellas rompiendo trazos de nubes doradas, la
estrella débil se mantenía en el cielo y finalmente cayó, provocando una gran
onda que se expandió hacia las orillas, agrandando mis ojos a gran magnitud y
según el agua. Esperé a que algo nuevo ocurriese pero nada más pasó, sino dos
grajos y unas golondrinas, sombras negras y livianas. Luego tomé el largo
camino cobijada por los sonidos del campo y regresé a mi casa. Sin más
preocupación que jugar con mis hermanos más pequeños y evadir la presencia de
los hermanos mayores. Besé a mi abuela Antonia y me dormí pensando que la
estrella caída al agua me esperaría pacientemente, durmiendo su noche, al día
siguiente. Pero al amanecer no cantaron los gallos, ni pasaron un par de
grajos, ni el aire era fresco ni olía a sierra o a las piedras de las casas
salpicadas por el orín de los perros. El amanecer me sorprendió en la fábrica
de hilos en el afán imparable del norte, con sus tinturas intoxicando las aguas
y en las máquinas que ensordecen se mueren todos los deseos de la infancia del
sur; con la nariz taponada por las nubes del algodón toser era el ritmo
capitalista deseado. Incluso de día, el norte es siempre noche. Una prisión era
el castigo por observar los oestes bajo las nubes, y la libertad de la infancia
el sueño caído, esa estrella débil que cae hacia el inmenso pan, mucho más
grande que el cielo y que no es materia de infancia. Y cada noche besaba a mi
abuela Antonia, y regresaba a los oestes del Rumblar, extasiada de cansancio y
dolorida, y buscaba los perfumes naturales de las noches, los sonidos de los
sueños más bellos y tranquilos que acunan la libertad más sencilla, y conseguía
retomar el mundo que yo había sido, para no ahogarme en las sucias aguas del
capitalismo.
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