Aquel cuarto estaba prendido por las luces del pasado, que como estrellas muertas brillaban... o mejor, explotaban ahora mismo viajando en el espacio y en el tiempo.
Y sin embargo, aquella aparente oscuridad de la noche parecía de calma y sueño, embriagada de una antigua nostalgia simplemente... La de saberse de espaldas al destino hacia la muerte.
Todo lo pasado, todo lo vivido se mezclaba con la química amarga del desamor, en una escalera cuya cúspide era el llanto o el grito... o el silencio moribundo y abstraído de la nada.
Los recuerdos acudían a su cita exacta y desnudaban crudas realidades de mataderos.
Crecían como fantasmas los molinos de viento... y las ciudades parecían increíbles moles que trituraban un sucio trigo de humos y cementos...
Y un insoportable silencio... de raso cielo de invierno, formaba guiones tristes, de oestes lejanos y cuatreros, sin chica que le diga: “tendremos tantos hijos como vacas en el rancho”.
Y aquel final tan deseado y feliz que nunca llega... Y te empiezas a cuestionar, si acaso eres el bueno, o el rastrero.
Rosarios de desventuras pintaban de siluetas los techos... Y en el más álgido sentimiento, petaban burbujas rosas, de amores maltrechos y caídos y reventados... como los fuegos de San Juan.
De la novela de José Joaquín Sampedro Frutos,
“Los estorninos”.
Siempre en nuestro corazón, amado hermano...
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