La tarde era
gris, ya serían sobre las siete, y por el oeste llegaban nubes atlánticas.
Estaba, como lo requiere mi profesión inmobiliaria, haciendo fotos a viviendas.
Era un edificio nuevo y deshabitado que había embargado un banco. Después de
fotografiar todas las viviendas, subí a la terraza que hay en la cubierta. En
esas terrazas se suelen colocar las máquinas de aire acondicionado y en este
caso el documento de calidades indicaba que el edificio disponía de ellas. Miré el horizonte, las nubes se endurecían en
color y el aire olía a lluvia. Algunas
veces me ocurre, que al mirar los cielos con sus nubes y sus pájaros volando y
los tejados silenciosos, me ocurre, que extraigo conclusiones de vida, por
ejemplo qué hago haciendo fotografías a viviendas, cuando a mí lo que me inquieta
es escribir. Escribir de lo que invento, escribir de lo que pienso, lo que
escucho, de lo que sueño, escribir recuerdos. Se veían las máquinas,
efectivamente, el informe de calidades era cierto. Me disponía a marcharme
cuando la presencia de un ser me detuvo. Era una gran libélula con rostro y
tamaño de ser humano, en realidad de libélula tenía alas, unas grandes alas
transparentes que le salían de la cintura y le sobrepasaban la cabeza calculé
que medio metro. Una cara pálida y rasgos finos que resguardaba entre su pecho
y que comenzó a mirarme.
Qué
podemos hacer cuando un ser extraño nos mira y lo miramos.
-¿Por qué has vuelto? –le pregunté.
Se lamía las patas de libélula,
indiferente.
-¿Por qué has vuelto?- insistí.
-¿No recuerdas?- dijo al fin-. Soy
tu ángel de los peligros, y he venido a avisarte.
Su voz la recordaba bien, mucho más
que bien. En todos los sueños me lo advertía sin ser visto, que una voz así
sólo a él debía asignarle y siempre la escuchaba para no olvidarla, porque
también los demonios saben imitar voces, pero la suya no la conseguían. Es una
voz de cuando los troncos de los árboles se talan, una voz que cruje, que nos
cruje el corazón, y él tenía la voz de un árbol que jamás calla y que nunca
decae.
-¿Y de qué peligro quieres
advertirme? Estoy en un edificio solitario, con las nubes sobre mi cabeza y el
agua a punto de caer.
-¿Te preocupa la lluvia? ¿Crees
acaso que la lluvia es un problema que tienes?
-No he querido decir eso.
-Oh, ya entiendo: te molesta mi
presencia. ¿Piensas que si pudiera
elegir, estaría ocupándome de ti?
-Tienes toda la razón: tendrás cosas
más importantes que hacer. Supongo que el cielo tiene pocos problemas y os
aburrís bastante. Y ahora me marcho. Tengo que llegar a tiempo a la oficina
para descargar las fotos y revisarlas.
Los ángeles de los peligros no se
ofenden fácilmente. Piensan más en cuanto protegen que en su orgullo.
-Cuídate del agua de las soledades.
Y podré cuidar de ti.
Me marché del edificio. Tengo
costumbre en metáforas, de hecho las utilizo habitualmente en mis escritos y
pensé qué bonita frase, la apuntaré en mi agenda laboral para algún poema,
nunca se sabe qué recursos nos harán falta. La lluvia había comenzado y sobre
las aceras destapadas había ya una leve sombra oscura. Y ese ángel era un
romántico exagerado.
Cierto que me había evitado caer en
peligros. Si por peligro entendemos cruzar en ámbar un semáforo, que un portazo
no te rompa los dedos, que una teja se destroce ante la cabeza de alguien que
va delante nuestro o que una poeta no tenga inspiración. Yo le doy más
importancia a esto último. Porque, ¿qué haría una poeta con sus personajes sin
saber qué hacer, sin rumbo, como si fuesen dementes, o inscritos en un borrador
sin salida alguna a la vida? ¿Qué sería de los mundos ocultos sin alguien que
los haga aparecer e incluso desaparecer?
Llegué a la oficina y tras
comentarles a mis compañeros de trabajo en qué estado estaba el edificio, me
ocupé en darme prisa si quería finalizar la cartelería del escaparate. Y ahí
estaba de nuevo, sentado sobre el escalón, acariciándose las alas y moviendo
las bolsas de plástico de los compradores del supermercado que caminaban junto
a él. Los ángeles del peligro, para tratarse de seres que no tienen salario,
sin duda que son muy afanosos. Justamente cuando coloqué el último cartel, se
había marchado.
A las nueve yo me dirigía hacia mi
casa. Las calles de la ciudad en la noche tienen la peculiaridad de invitarnos
a estar en nuestro hogar. Junto a mi calle hay una plaza antigua, esas plazas acotadas
en piedra y grandes árboles que dan sombra en los veranos y que ahora estaban
desnudos y vacíos sus nidos. Y una fuente de piedra con una boca de salamandra.
En qué estarían pensando esos arquitectos antiguos que construyen fuentes con
motivos de seres que a la gente les recuerda a las serpientes. Había apoyados
en la fuente dos jóvenes. Ella era una hermosa joven de cabello largo y oscuro
y de piernas fuertes, como de atleta. Él alto, robusto, con una media sonrisa.
Tocaban el agua y no hablaban entre sí. No los conocía del vecindario, ni de la
ciudad, ni de parte alguna. Lentamente me acerqué a la fuente, no quería
molestarlos, pero sí observar la noche y escuchar el agua antes de marcharme a
casa. Y en medio de los jóvenes se me presentó el ángel de los peligros, con
sus grandes alas de libélula, con su rostro blanquecino, con una rama dorada
que asía como un arma, ante la salamandra. Los jóvenes se espantaron, por lo
tanto concluí con urgencia que lo vieron al igual que lo vi yo, y salieron
corriendo y gritando, ella por un lado, él por otro, y yo me quedé sorprendida
porque era la primera vez que aparte de mí alguien lo veía, al menos que yo lo
supiera.
-Te lo dije, que un peligro te
acecha- me dijo con su voz de árbol talado y vivo.
Yo también corrí al lado opuesto de
los jóvenes, es decir dando la espalda al ángel, huyendo sin saber por qué
huir, qué ocurría, por qué los dos jóvenes lo vieron. El ángel me perseguía con
la obstinación de quien tiene enfado, mucho enfado. Yo corría huyendo de esa
desgracia de conocer los peligros de antemano,
corría porque buscaba ayuda, la ayuda que era el no verlo más. Y qué
ayuda buscar si te persigue un ángel.
-¡Abran!, ¡abran!- gritaba en una
gran puerta de madera de lo que parecía una taberna y que jamás anteriormente
la había visto.
Un ángel, si solamente lo vemos
nosotros, es digno de silencio y de secreto. ¿A quién decirle que ves un ángel
con alas de libélula y que te habla?¿Y cómo añadir que escribes relatos y
poesía? Pero, si ya lo ven más personas, nos entra el terror. Un miedo
solitario, para quienes escribimos, es más asumible. El miedo colectivo es un
género que no domino.
Al abrirse la puerta, apareció un
hombre de pelo escaso y bigote, agitado por mis gritos. Pero además de su
físico, ante mí tuve claramente la misión: a ese hombre lo reconocí al momento,
ese hombre no era un cliente, no era un amigo, no era un familiar, no era ni
siquiera peatón, no era un vecino, ese hombre era… el peligro.
-¿Qué ocurre? ¡Pase, pase, señora!,
¡tranquila!- me decía el hombre.
-¡Cierre la puerta! ¡Ciérrela!
¿Cómo no se puede caer en el detalle
de cerrar una puerta, cuando alguien que grita para que la abras, ya ha entrado?
Efectivamente, era una taberna. Y
antes de que el hombre pudiese hablar frases largas, yo me había procurado una
botella de vidrio y se la estampé contra su cabeza, cayendo y en el acto
ensangrentado al suelo.
-¡Tú eras el peligro, maldito!- dije
con la rabia que tan sólo a algunos de mis personajes les he proyectado cuando
sus interlocutores se lo merecen. Pero yo no era un personaje, sino una poeta y
escritora sin suerte alguna y que se dedicaba al gremio inmobiliario. Él
tampoco era un personaje, especialmente porque los relatos de sangre no son de
mi estilo, sus registros son actualmente facilones y de escasos recursos
literarios. Y porque estaba inconsciente en el suelo.
La gente me detuvo, me sostuvo. Yo
gritaba que ese hombre estaba en mis relatos queriendo herir de muerte a mis
personajes.
-¡Está loca!
-¡Llamen a la policía!
-¡Una ambulancia!
A través de los cristales vi al
ángel de los peligros. Se lamía o relamía las alas con tranquilidad.
-Maldito.
Y también a los dos jóvenes de la
fuente de la salamandra, conversando con él.
Lo reconozco: ese trío habían
escrito un guión espectacular. Seguro que ganarían algún premio literario de la
localidad.
Los jóvenes entraron a la estancia.
-Mamá, ¿no nos reconoces? Somos
nosotros, tus hijos- dijo la joven con los ojos extrañados.
-¿Mis hijos?- pregunté confusa.
-Sí, tus hijos.
¿Tengo hijos? Si no me especifican
en qué relato o poema los desarrollé, será difícil de identificarlos.
-¿Y dónde está el ángel?- era mi
mayor preocupación.
-Ya se ha marchado. Llevamos dos
años viéndolo y soñando con él, nos avisa de los peligros.
Sí, deben ser hijos míos, las
narradoras y poetas solemos echar raíces que tienen un genoma literario que en
esencia conserva el origen, a veces para mejor y otras para menos mejor.
-Yo también lo sueño a menudo.
-¿Por qué has golpeado a ese hombre?
-Porque lo he reconocido. Muchas
veces he soñado que mataba a gente, a gatos, a caballos, que mataba. ¿Dices que
sois mis hijos?
-Mamá, también nosotros hemos soñado
con él. Ese hombre es el que ahogó a la muchacha que apareció en el río. Sí,
somos nosotros.
-¿A la joven desaparecida?
-Sí.
-¿Ahogada? ¿Y dónde se ha ido el
ángel? ¿Le dará tiempo a resucitarla?
-No lo sabemos.
-¡Dile que regrese! ¿Y tú, joven,
por qué no hablas?
La muchacha fallecida era de un
relato que escribí. Se llamaba Aglae. Hija de unos comerciantes de la ciudad,
yo la veía los domingos en la plaza de la fuente de la salamandra. Siempre me
pareció una niña; jugaba con la infancia como si también aún lo fuese. Un día nunca
ya se supo de ella. Desde entonces me esforcé en continuarla presente y escribí
una composición de un personaje muy feliz, alegre y vivaz, con futuro sin
necesidad de malos sueños. La incluí en un relato para que el destino si era
malo se quedase en el papel inamovible y que alguien poderoso y obstinado
cuidaba de ella en las soledades. Que su vida era aún mejor de lo que en su
inocencia era estando entre nosotros. Pero, por respeto a sus padres, nunca lo
publiqué. Para olvidar que había sido un destino de las soledades de la muerte,
ahora ya sabía que en el agua. Hacía de eso unos dos años.
(c) Marta Antonia Sampedro Frutos (2016)
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