domingo, 8 de febrero de 2015

Nunca imaginé ese nombre para un soldado, de Marta Antonia Sampedro


              El día en que la más adecuada de las mujeres de la sierra de Bienmalpica entró por la puerta del improvisado cuartel en la zona de Humerales, nadie suspiró. Comparado con su cuerpo, su petate era tan pesado que algunos de los presentes quiso aliviar la pesadumbre que sin duda alguna debía tener aquella enclenque mujer que no superaría los cincuenta quilos de peso.
             -¡Pero qué hacen!- los disuadió, con voz firme, al verlos con intención de ayudarla.- ¿Acaso creen que estamos en el baile? ¡Vamos, camaradas!, ¡no hagan el ridículo!
            No, nadie suspiró. A todos ellos les parecía normal que aquella profesión, al fin y al cabo eventual, también atrajese al  mando a mujeres rebeldes. La teniente los miró de frente una y otra vez revisándoles el pobre uniforme.
          -¿Quién de ustedes es el soldado Pablo?- Uno de ellos dio un paso al frente-. ¿Tú? Pues así a simple vista no me pareces tan bravo como he escuchado decir en la guerrilla de Luz Sur-. Un sonido de sonrisitas y toses a medio apagar silbó en los oídos de la teniente-. ¡Pssss!, ¡no quiero risas ni burlas, que bastante hay ya con ver la facha que tienen de no saber ni sujetar una boina! ¡Pueden descansar!- Un colocar sueltos los pies recuperó la curiosidad inicial de los hombres por la recién llegada-. Es que he oído, soldado Pablo… que tiene la obsesión de ir tras las mujeres de la zona, les guste a ellas o no. ¿Es eso cierto?- El soldado Pablo afirmó tímidamente con la cabeza la osada pregunta de, a su parecer, aquel adefesio vestida de militar-. Pues he de advertirle, y vaya el mensaje para todos ustedes, que esto que llevo, esto que me tapa las piernas, es un pantalón igual que el suyo, pero más nuevo; también más curioso, y no porque sea mujer, sino porque soy más limpia. ¿Queda claro y comprendido? Y que no se puede utilizar a las mujeres que llevan pantalones para descubrir lo que buscas sembrando de huérfanos y desgraciados la tierra, ni a las que llevan falda para que tú se la levantes aunque no te den permiso, porque las botas de las superiores por las puntas están afiladas para capar los colgantes de los ciervos que berrean aprovechándose del hambre y de las desgracias. ¿Alguien tiene alguna duda? Veo que no. Pueden retirarse.
             La teniente Antonia jamás se preguntaba de dónde procedían los hombres a quienes se dirigía. Nacida en un hogar de estricta disciplina machista, conocía bien el terreno. Única mujer entre numerosos hermanos, a cuál de ellos más incapacitado para las labores domésticas y que aceptaban con gusto y ventaja, se vio obligada a superarse en la adversidad.
               Tras el almuerzo, descansando del largo viaje la teniente miraba la carpa de lona raída y mugrienta que instalada en aquel inhóspito lugar plagado de pesadas moscas y hormigas gigantes era el frente de una batalla que en instancias superiores se daba por perdida sin apenas haber comenzado. La habían enviado a ciegas, a probar suerte con el azar de los tiros y la estrategia menos calculada. Pero desconocía estos básicos datos para salvar a tiempo el pellejo y, aun así, a pesar de los tranquilizadores detalles dados por sus superiores, intuía una batalla como tantas otras, con sus riesgos, sí, y con sus victorias. Una cierta luz envuelta en aire de paz la movía al romanticismo, casi pueril, que sentía mentira.
               -Sabemos de su valor para enfrentarse a las más duras pruebas- habían sido las palabras de su envío a la zona muerta de Humerales, sin más órdenes que las del asedio ante el aburrimiento y el aviso de apuros en víveres y agua potable-. Pero es un lugar tranquilo, teniente, deberá mantener en orden a un grupo de embrutecidos por la desidia, el alcohol y la paz. Nada relevante. Teniendo en cuenta su valía y experiencia demostrada.
               Bajo la carpa, qué incertidumbre la ingesta de aire sin aquella firme duda de ataque, de enfrentamientos y de sangre, de gritos y metralla rompiendo nubes, brazos, vientos, vaciando ojos, palabras, quejas, valor, vidas… El sueño quería rendirle y plácidamente cerró los ojos. Pero despertó pronto, serían las cuatro menos veinte en segundo cero cuando en la duermevela el sol pareció tronar, los truenos solear sobre un brillo mate de la tierra y sin demasiado esfuerzo recuperó el sentido del estar alerta. Apartó la lona arrastrándose por la tierra. La humedad le calaba el pantalón y los codos, o tal vez el sudor que da el anuncio del morir fuese ese charco que notaba en sus ropas. Los hombres respondían con sus armas y con sus gritos de desesperación urgente de defensa. Pájaros de hierro sobrevolaban el campamento con sus alas inmóviles bajo nubes impasibles al paso de sus humos de motor. El cielo resplandecía ruido de guerra y de rabia humana era la cascada de disparos encendidos de odio inyectado contra todo cuanto en Humerales se moviera.
               -¡Al suelo!- chillaba la teniente entre la sierra, mientras sus hombres y otros del bando enemigo caían como cuerpos de goma, inertes por el fuego-. ¡Al suelo!
             Debajo de las ramas de los grandes árboles se refugió jadeante, dividida entre la muerte o la vida, resoplando miedo, el mismo miedo de las otras veces que ahora llegaba de pronto, despidiendo el corazón calmado, los ensordecidos pensamientos, incluso manteniendo los ojos con ese sueño de antes, el sueño solitario de la paz de una misma que estallara. “¡Maldita sea!”, se decía entre dientes arrancando hierbajos para no hablar en alto, con la boca entremetida en ramas bajas colgantes. “¡No se oyen más que sus armas! ¿Y mis hombres? ¡Dios! ¡Malditos mandos militares! ¡Me enviaron a morir! ¡A morir aquí todos!”. Una y otra vez golpea la tierra. Los aviones estallan su materia mortal en menor estruendo, quedan en mayor lejanía, se marchan mientras lanzan últimos esputos de fuego. “¡Malditos!, ¡malditos!, ¡malditos!”. Se arrastra. Su traje de hojas de algodón tintado en verde y negro se confunde entre los matorrales. Una mujer serpiente reptando, huyendo de la víbora de la guerra; su veneno la inyecta una y otra vez de esa inquietud que espanta, que le bombea el corazón a mil por hora llevándole hasta la boca lenguas de salivas raras que presiente sabores a muerte. Su desventaja de no saber la forma de una trampa proyectada a placer la hará pagar muy cara nada más regresar al cuartel general. Sí, lo investigará en Bienmalpica. Pero eso será si logra regresar. Las hormigas gigantes, ajenas a la guerra, no le indicarán el camino; tendrá que arrastrarse como un gusano hembra devorando tierra. Probablemente, con el ataque todas hayan huido lejos, porque no ve ninguna, vaya cosas que vienen a la mente con el pavor a morir. Tampoco las moscas lograrán convencerla de que su hambre sea mayor que la que ella tiene por vivir-. “¡Mierda! ¡Tengo sangre en la pierna!”.
               Las piernas de las tenientes, en la sierra van marcando el sendero de la muerte. Es su sangre como la sangre de los hombres, calor que cuaja la tierra impregnado de olor a dinamita y recuerdos que se confunden con las ilusiones más simples y cercanas. De pronto deja de arrastrarse. Agarra con fuerza su fusil. Las manos se agitan, el corazón es un pájaro enloquecido que intuye peligro, peligro, peligro en rojo. Alguien gime, y la teniente se arrastra de nuevo marcando una vereda de sorpresa, Aquí estoy, te descubrí, a ver quién de los dos cae el último. Detrás de las ramas se le ve la cabeza, sin casco, sin red de trapecista, que se cae, se cae, sin nada más que pelo y piel en una tonta cabeza. Pero aquel soldado que ve, es un estúpido sobreviviente escondido en un árbol que sobresale en muertos. Sí, un estúpido, porque lo tiene a tiro, ahora, sí, qué suerte verle a uno de esos cabrones la cara, poder volarle los sesos a esos malnacidos que habrán sido comprados con mierda por la agonía de una sórdida e inservible revolución contraria a la de ella. Y ni se entera.
               -¡Quieto o disparo!
               La piel de la teniente, ante los ojos de él, es también tinte de carbón. Pero no es por la estrategia aprendida en esos cursillos rápidos de guerrilla en los que tanto superó su cobardía: es un color a espanto ese que tienen ambos.
               -¡No dispare!, ¡no dispare se lo ruego!
               La agonía, en las guerras, es un paso de punto y final, una meta que ya no prosigue, cuyo margen quede grabado en un archivo con la palabra fin. Porque, a simple vista, el enemigo al que está observando no tiene armas, ni aparenta tener nada, excepto un susto de muerte que ya lo hubiera comenzado a matar. Y quizá sólo diecisiete años y tres pobres pelos en la barba-. ¡No dispare! ¡Por lo que más quiera no dispare! ¡Que estoy herido!-. Sin dejar de mirar sus ojos se arrastra hacia él, la pierna le sangra y ese dolor a todo quién lo enviará con tanto alfiler sin cuerpo. También le duele a él ese corpachón echado al suelo; se protege con insistencia el hombro.
               -¡No te muevas o disparo!
             Pero, en vez de temblar, de expresar su valentía con la mirada altiva, mientras es apuntado por el arma de la teniente se ocupa en decir que se llama Octavio.
               -Bonito nombre para morir en la sierra- le contesta con ironía-. Yo me llamo Antonia.
               -¿Antonia?... Nunca imaginé ese nombre para un soldado.
               -Soy teniente; una teniente.
              -¡Bueno… teniente! También su nombre de mujer suena bien para morir aquí. A la muerte no le importan nuestros nombres.
               -¡Eres muy gracioso, sin duda! Tal vez porque eres un mocoso al que han puesto un caramelo para que vayas haciendo ruido por toda la patria matando hormigas. Tu madre te echará de menos cuando antes de acostarse cuente los pollos en el corral.
               -Mi madre murió; en un asalto de la guerrilla.
             -Lo siento. Entonces tu padre, cuando comience a lavar orejas a mocosos y vea que le falta uno.
               -También murió, tuberculoso en la mina.
               -¡Bah…!
            Ese brillo de su mirada de zagal no son lágrimas. Serán sus ojos, que de tan negros resulten de extraordinario relampagueo. Sí, de diecisiete años, más o menos su mirada y cinco son sus pelos de la barba, cuando ella había calculado tres a ojo antes de acercarse. Ni siquiera las palabras que en su mente aparecen pueden ser pensadas sino que las siente sueltas, a su libre albedrío formadas, puras y tan calladas…
               -¿Te duele mucho?
               -¡Me duele, sí! ¿Y a usted la pierna?
               -Regular. Se puede soportar.
               -Sangra mucho.
               -No, apenas. Si no fuera por el torniquete, estaría peor.
             Las hormigas gigantes han regresado, porque junto a ellos corretean unas cuantas sobre las hojas secas por las puntas, que se mueven ligeramente por el peso. Un ajetreo de pájaros y de chillidos retorna a ese maremágnum de ideas y creación abruptas, y sin pensárselo la teniente Antonia deja de arrastrarse para comenzar una huida hacia alguna parte.
               -¿Adónde va?
            -Me marcho a buscar refugio. ¿Por qué esperar a que a una la liquiden? ¿No te han enseñado lo que significa honor? No, claro que no… El jodido capitalismo que te ha puesto ese traje de espantajo no sabe de eso… No sabe sino de explotación y de muerte…
               La teniente da la espalda al enemigo, se va alejando de ese refugio improvisado. El joven se incorpora, gime de forma extraña y va tras ella.
             -¡Espere… espere…!-. Es un muchacho estúpido, que no entiende nada, que confunde vida y batalla, guerra y muerte, todo y nada-. ¡Espere…!- balbuceo suelto, pasos dormidos con rastros de serpiente herida. Palabras enfiladas entre un reducido grupo de dos-. ¡Está usted confundida, sí, muy equivocada!... ¡Yo también sé lo que es la explotación y el hambre!...
               -¡No me digas!... ¿Tú, que apoyas a esos miserables que nos roban y nos matan para tener a nuestras madres humilladas buscando algarrobas y pan, o de criadas amansadas a palos pariendo entre sus propios excrementos?, ¿y a nuestros padres de pestilentes cadáveres con las fuerzas arrancadas, despreciando a Dios cansados de rezar? ¿Tú? ¡No me intentes engañar!
               -… No sabe usted mi suerte, mi mala suerte por ser un soldado cobarde para las revoluciones. ¿Es que se ha creído usted que me han dado? ¡Ni que me quede tieso me aciertan! ¡Que esta herida que llevo nada más llegar a tierra, me la he marcado con este bote de mercromina que siempre llevo encima! Otras veces es el pie, o la cabeza…; depende del riesgo. Así me salvo de ser un valiente de más, y si usted fuese de verdad una teniente rebelde, ya me habría dado un buen tiro.
               -¡No me tientes, estúpido soldado!, ¡que quiero dejarte vivo para que sepas que nuestra revolución es la auténtica!
               -¡Y a mí también me sirve, si es justa!
          Al comprobar la tintura, la teniente Antonia da un respingo de incredulidad. Es cierto: aquel tontorrón muchacho es un farsante, un pájaro que todos los cantos canta con las plumas teñidas de mentira, un…
               -… Que yo de momento morir no muero por nada, a sus órdenes si es preciso y perdone la ofensa. Que lo único que sé es que no quiero morir, porque tengo a mi novia esperándome… Y ahora deténgame; aquí tiene el arma, que igual que le ha pasado a usted nunca me la descubren porque estas botas son cuatro números más grandes pues no había botas de mi número. Tenga, cójala usted; la dejo en el suelo, para que vea que no tengo malas intenciones.
             Bien pensando, ahora que lo mira atándose los cordones del calzado, el joven resulta tan estúpido como ella se siente. ¿Por qué, si no, una mujer así, tan decidida, con ese coraje de generación noble, había aceptado en silencio, sin al menos pensarse el plan, tragarse aquel encargo, encerrona al fin, de los mandos superiores? ¿Quién les había enseñado, si no es con la razón de los chiflados, que la vida de una mujer vale menos que la de un hombre? A saber qué motivo tan cruel como sus sucias conciencias, pensó de pronto, mientras escuchaba el susurro de algunas moscas.
               -Guárdala. Que nunca se sabe. Y ten cuidado con el gatillo, que no tiene bigotes ni dice miau.
               -A sus órdenes.
               -¡Déjate de gilipolleces! ¡Que ni siquiera perteneces a mi ejército!
             -Agárrese mejor…, eso es… A mí el ejército me trae sin cuidado; que yo, lo que quiero, es la paz para poder estar con mi novia… Y no tenga prisa en andar, no… que esos no pensaban atacar dos veces esta zona. Y no está bien que las mujeres hablen así, con palabrotas de pirata.
               -Ni que los hombres sean avestruces, de tan cobardes, parece cosa normal; así que déjame en paz. ¡Qué suerte tener confidentes heridos con mercromina!... ¿Es que crees que está bien mentir así, haciéndose uno el herido, sin estarlo?
               -Ni que a uno lo envíen a la muerte lo veo yo bien.
             -Pero las revoluciones son para progresar, y esa es nuestra meta. Morir de pie es el frente digno, y vivir de rodillas la tumba.
             -Mi novia dice lo mismo que usted, claro que no tan bien expresado, pues no ha ido nunca a la escuela, ni yo tampoco, pues trabajamos desde niños. También piensa que no es de ley eso de dejarse machacar. Le gustaría a usted; es una muchacha de mi pueblo, vecina mía; nos hemos criado juntos, y desde chicos nos queremos. Tiene unos ojos… Me gustaría que la conociera, se llevarían muy bien, creo que hasta se parecen… En cuanto acabe este lío, nos casamos, usted podría visitarnos, si quisiera… Ya hace mucho que no la veo aunque sueño con ella a menudo, porque ella es…, tiene una forma de decir las cosas, una voz tan…
               -¡Pero bueno!, ¿es que vas a estar todo el camino hablando?
            Sí: parece que ya han regresado las hormigas gigantes, piensa la teniente Antonia; porque justamente allí, en frente de donde ellos caminan agachados buscando un refugio seguro a la espera de rescate, hay quietas algunas que se reconocen; y chocan las antenas despacio, una y otra vez, para continuar su marcha.



(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (1.995) 

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