Una noche, hace
tanto tiempo que ni sé si era yo, soñé que trabajaba. Soñar que se trabaja es
una persistencia capitalista que una ha de soportar si quiere mantener el
estatus de obrera. Con el dolor de los sueños reales que acucian incansables la
pena, soñé. Soñar es una persistencia humana que nos mantiene al frente de la
vida y al margen de cualquier sistema. Soñé que estaba casi desnuda en mi mesa de
papeles y una agenda del año en curso, donde escribía poemas imposibles llenos
de ilusiones y corazones de mucha tinta, al lado de “se vende tercero sin
ascensor” y un teléfono que ya no
existe. Soñar con una misma en su dinámica diaria no tiene más sentido que
sabernos aferrados en la rutina. Esta rutina la había roto el amor y también el
desamor. Amar es una sorpresa que los poetas no solemos esperar de la vida propia
y el desamor una muerte fulminante de la que debemos sobreponernos como si de
una enfermedad grave se tratase y buscamos los síntomas para tratarlos con las
Letras, a ver si tiene alguna cura que nos cuadre. En estas yo trabajaba. Y envuelta
en un pañuelo grande. Ciertamente si una obrera se viese sin sus ropas adecuadas
encontraría la clave de un sistema al que nos sometemos dejándonos la vida.
Pero mi sueño no era obrero. Mi sueño era de amor. No todos los sueños de amor
son tú me besas yo te beso. Algunos sueños de amor son sueños de rescate. Por
ejemplo, antes de este sueño tuve uno donde al hombre que amo lo rescataba de
una montaña de estiércol y le curaba sus piernas; luego, apoyado en mí, nos
marchamos cojeando entre una pestilencia de seres dominantes que comían de sus gangrenas
de desgracias y escuchando gritos de disidencia la oscuridad se perdió. Las
disidencias, cuando se alimentan de otras cobardías, nunca me preocuparon. Pero
esta era distinta, porque en esa montaña de estiércol estaba invalidado el
hombre al que amo. Esta vez yo estaba envuelta en un pañuelo grande ante mi
mesa de trabajo. En el tajo del jornal. Soñando en el mismo lugar donde pasaba
los largos días de la tristeza y forzada a sonreír porque el cliente siempre
tiene razón según el capitalismo, y si no la tiene la sonrisa es tan rebelde
que nos doblega a dársela si nos pone cara amable. Miro hacia la puerta y veo
al hombre que amo. Tan guapo que dudo si es él. Nunca las bellezas me inquietaron
demasiado, más bien las creo rechazables porque la belleza física suele
conllevar el escaparate primero y luego la trastienda llena de cosas
inservibles. Soy más de la fealdad con buen alma. Se dirige a mi mesa y me dice
muy serio:
-Vámonos.
Primero,
recordar que esto es un sueño. El sueño con alguien que no es capaz de llevar a
cabo tal compensación, a pesar de haberse curado de su gangrena porque acudí en
su ayuda en un sueño donde arriesgué mi vida. Es lo bonito de los sueños, que
lo imposible podemos verlo realizado.
Con la
conciencia adiestrada a obedecer en el trabajo antes al que me dice que trabaje
que a un gran amor que nos venga a rescatar, miro hacia un despacho:
-No puedo. No
le he dicho nada al jefe.
Pobre poeta,
hasta en sueños debe ser obrera. Capitalismo, qué asco das.
Contesta:
-Da igual.
Parco en
palabras, no me convence.
-Y estoy
desnuda.
De pronto el
pañuelo grande que me envolvía ya no está, y desnuda me muestro completamente
ante el hombre por el que sueño durmiendo y despierta. Lo recuerdo tela negra.
Serían los retales de pequeños pañuelos donde había dejado tantas lágrimas en
su ausencia. La bandera de mi naufragio, recorriendo todas las islas en verso que
tenía por dentro. Lágrimas transparentes que los poetas jamás coloreamos, más
que nada por falta de interés.
-Da igual.
Escribir
poemas a alguien que apenas habla, es un milagro que sólo el amor puede
conseguir, no con demasiado éxito. Y yo le había escrito tantos, que quizás era
un sueño viviendo dentro de otro sueño, y sólo venía a verme reclamando derechos
de autor. Yo se los habría dado todos, incluso de los poemas de amor y otras
rarezas que me queden por escribir. Porque comparado con el derecho exclusivo de
amar, los derechos de autor son insignificancias y podemos reproducirlos
cuantas veces tomemos tinta azul y un poco de tristeza no muy seria; así nos
alimentamos los poetas que vivimos el milagro de amar.
Cuando del
mismo argumento concluyo que debo marcharme con el hombre al que amo, se
escucha una voz ajena a nosotros:
-¿Dónde vas?
La voz
profunda del dirigente laboral ante un deber que cuenta diariamente con nuestra
vida y de todo cuanto en ésta hemos aprendido a realizar. Cuando iba a informarle de que me marchaba, el héroe recién formado y de escasas palabras, contesta:
-Nos vamos.
Y no contento
con una respuesta tan sencilla y comprendida por todos, pregunta de nuevo en
otra versión de destino y lugar:
-¿A dónde?-
seguido con mi nombre.
Preguntar
adónde va una persona que ama, es la típica pregunta de alguien que no sabe
hasta dónde se puede amar si tenemos ante nosotros al sueño que se perdió.
Contesto yo:
-Me marcho.
En los sueños
que organizan, a saber dios los motivos, los valientes, se suelen hacer pruebas
para animar a los que lo son reciente o súbitamente. Por entonces yo estaba
flaca porque el estómago se aferra a las penas aunque a una le guste cocinar
recetas nuevas e incluso viejos poemas. Yo estaba flaca. Eso me vino bien para
aumentar caudales de obrera pobre y bastante regular cuando preguntaban a mis
espaldas qué enfermedad me quitaba los quilos. Mi enfermedad se llamaba espanto
humano. Recibir toda la capacidad que una persona puede albergar en la cobardía
ante cualquier sonido que diga Uy que te asusto, y la persona cree a pies
juntillas que el susto es terror y te contagia de dolor a expensas de su
traición. Pero el terror más temible es ser cobarde y no avisarlo. Decía, que
yo por entonces estaba flaca. Flaca de llorar. En el sueño yo estaba entrada en
carnes. Tomar una pluma lo superan hasta los ratones más diminutos. Pero tomar
un cuerpo que es cuerpo y además lleva consigo su alma cansada, sólo a un
hombre hastiado de ser cobarde se le puede poner esta prueba. El hombre al que
amo, me tomó en sus brazos y la voz del jefe sigue reclamando:
-¿A dónde?
En los brazos
de quien amamos la vida no es la misma. Sin ellos, perdemos lo que por dentro
somos y en el registro de los días lentos se nos asigna una orfandad que nada
puede hacerla desaparecer. Ni las cosas que compramos como felicidad rápida,
los amantes a los que se les paga por su tiempo y nos dicen por céntimos cuanto
queremos, ni ninguna vida ajena por mucho que esté en el mundo porque le
hayamos dado la suya o la nuestra sea por su causa, puede quitarnos la orfandad
de sentirnos desdichados sin unos brazos determinados, con tantos brazos como
tiene el mundo y necesitamos sólo esos. Nuestros brazos quedan huérfanos como
los árboles talados y las plantas de secano. Cuando nuestro peso está en los
brazos de quien amamos hemos vuelto a comer con ganas y a edificar fuentes,
volvemos a las cavernas más limpias sin los plásticos y aceros que nos
amordazan la boca y hasta nos mellan. Porque son los brazos donde dormimos los
mejores sueños, los brazos que se formaron entre los nuestros.
-No sé. Pero
me marcho.
Las calles del
centro nos vigilan. Hay juicios hasta en los balcones. La prueba más fácil de
la vida está siempre de nuestra parte cuando soñamos las realidades más sencillas.
-¿Vamos?
-Sí.
Yo miro al
hombre que amo y el hombre que me ama me está mirando. Acaso el mundo es tan enorme
y monstruoso que no podamos hacer que dos vidas se sigan amando. El mundo que
observo es un mundo enemigo de los amantes, una enorme batalla de envidias
disfrazadas de recomendaciones y de obligaciones eternas que nunca terminan y
se enlazan con las nuevas. Olvidamos que tenemos la última palabra si esta es
nuestra.
Al tiempo eterno de este sueño, el hombre al que amo llora mi ausencia y lloro yo la
suya. En las aceras donde voy vestida, en las aceras donde va vestido. Llorar
por separado es un destino vulgar para cualquier héroe. Pero llorar está bien
visto. Es hasta elegante. Se tapa con ropas a cualquier precio y con cosas de
cualquier valor. Eso reconforta mucho a quienes no saben lo que es amar para
siempre, y que sólo son valientes en los sueños de otros.
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