Alguien le había colocado
una bata azul cielo
abrochada por detrás,
y la clemencia humana
se palpaba en el espacio
al permitirle estar despeinada,
en ayunas y descalza.
Ante ella un hombre
mirando hacia abajo
hablaba solo en pie, sigiloso,
murmullo y canto
creyendo acompañar,
maldita soledad antigua.
Lástima que la ventana
por seguridad
y escapes de aire acondicionado
no pudiera abrirse,
pues la tarde era tan hermosa,
entrada en ocaso,
y parecía
que las hojas de olivo
por las puntas ardieran,
así quería verlas,
lumbres pequeñas
en Jaén, la Bella Dama.
Tenía la certeza
de haber olvidado
el lenguaje
que se comprenda,
y los sentidos
a las palabras eran
como un techo escayolado,
liso, blanco, primario.
No podía fumar su último cigarrillo,
en todas partes
lo recordaban y prohibían
en carteles similares
de aviso para condenados,
y cuántas tardes mejores
que aquella hermosa tarde,
frente al pantano
el humo de aquel sueño
formara en el cielo
versos que jamás escribiera
y sin embargo sabía completos.
El hombre continuaba
su sentencia de simplezas,
y al mirarlo supo de algo
que había pasado por alto:
A qué hora se programa
el reloj de los condenados,
para que el dios de uno
aunque insista,
no consiga despertarlo
para ninguna otra vida llamado.
(C) Marta Antonia Sampedro Frutos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario