Relato
finalista del Certamen
de Relato Corto “Entre Libros”.
Linares, año 2000.
A mi
madre.
Y a su
madre, mi abuela Antonia.
Con
todo mi amor.
Benita Morillas abrió la
puerta de la alacena al mismo tiempo en que su marido, recostado en el sillón,
dio un resoplido que la espantó no menos que a su hijo más pequeño, que hizo
muecas de estallar en llanto pero finalmente calló ante los gestos tan extraños
de su madre. En la oquedad de la alacena rebuscaba y rebuscaba con las manos
trémulas, el corazón era cuello, vena a vena parecía escapársele el aire de
todo el valle en el filtro de su pecho, dónde lo habré puesto, mierda, mierda,
repetía en el silencio de la tarde revolucionando el orden de su tesoro
doméstico, ramilletes de manzanilla seca colgados del revés, cuya lluvia de
pétalos la obligaban a parpadear aceleradamente, romero para las comidas,
pimientos secos en collares de guita de cera, habas secas echadas a perder, pan
duro enmohecido y tres cacharros abollados que ya no le servían sino para asar
castañas y guardar estropajos.
-¡Mierda! ¿Lo habrá descubierto el esqueroso?
Era
Benita Morillas joven mujer de pocas palabras. Diríase de ella que en voz baja
hablaba más que ejercitando sus cuerdas vocales, pero cuanto éstas pronunciaran
también pudiera ser reprobado de palabras poco adecuadas para una mujer de su
clase, clase ésta más que pobre paupérrima la de Benita Morillas no por nada,
no por nadie, culpa ni de la providencia ni de las costumbres asignable pudiera
serlo, ciertamente parcas alteradoras de las ideas de las generaciones; tampoco
achacable a su condición de pobre es la escasez de esperanza, pues sabe rezar
desde niña, y reza mucho hasta que se cansa o duerme, sin que por ello vea más
que retroceso en sus monedas, si es que le pone velas a algún santo, y en lo
referente a loterías ni hablar, no conoce a nadie con esa suerte, ese camelo
son cosas de la tele, piensa cada vez que ve a personas brindando con champán
por Navidad besando a presentadores, sino que ella es pobre porque no tiene
dinero, pues no hay más clara cosa en la vida, certera o no, que saber qué es
uno midiéndose con lo que posee, y Benita Morillas se conocía muy bien, de modo
que desde aquel triste día en que vio todo ante ella, comprendió más que
comprendida la vida que llevaba y el porvenir que la acechaba en los días
mientras éstos nada novedoso anunciaran.
-Me cago en la leche…
Una visión que ese día se le
presentó con el cuerpo de otra forma, con otra sangre. Su marido, aunque hombre
apuesto, con el cabello ensortijado en ricillos jerezanos algo estropeados por
el sol y el paso de los años, ahora le resultaba a la luz de la lumbre un
duende enjuto que la había engatusado con mentiras y verdades que ella, cuando
más enrabiada estaba, tal cantidad de engaños resumíalos en: “Mentiras: Eres mi
reina”, porque tanta mujer para un solo vasallo en este castillo de cartón,
quiá, cojones”, sin más quebraderos de ideas que la nueva realidad de sus ojos;
y, en “Verdades: Cuando tengamos la casa llena de nenes, verás”, y sí, lo había
visto, pero en su cabeza se le aparecían todos como un rebaño sin control,
drástica en sus planteamientos de ventilar dudas, a qué tantas prisas de mujer
loca, Benita, asaltaba el ángel de la conciencia, un rebaño rumiando noche y
día su tiempo de persona, reventando los somieres, desportillando vajillas,
devorando sus recuerdos de delicados bordados y motivos de bolillos que tan
bien matara el tiempo de aquellas tranquilas siestas de su adolescencia, donde
no había ni la más mínima sospecha de que su marido ya hubiera venido al mundo
para inseminarla a ella, y en cambio por entonces éste iba a las mil maravillas
sin él, aniquilando el tiempo, sí, asesinándolo, ella inocentemente ignoraba
que el tiempo se amortajaba más que amortajado cuando el heredero ya no decía
ni esta boca es mía cuando era necesario hacerlo.
Con el niño más chico colgado a ella
chupándole la teta los miraba a todos ellos, a todos juntos comiéndose las
migas sin más paso atrás de la gran sartén en el centro de la mesa de piedra
que el empujón del hambre y las prisas de la edad y la salud del campo, y no
pensaba sino en cuántos días llevaba rodando el mundo sin contar con su
persona, con esa vida suya de repetición, sin más cálculos que los nidos de las
cigüeñas intactos por los aledaños de la aldea, el sonido de los tractores, los
ladridos de los perros, la poda de los árboles frutales, los chichones de sus
niños más traviesos con las bandas de otros vecinos, el color del cielo y
cuatro cosas más que tenían la importancia de la supervivencia, aunque Benita,
en sus silencios, lo llamara Hartura.
-Los jodíos… ¡Lo que tragan!
Y ahí estaba él, vestido de vasallo,
con los brazos con grasa de motor, los zapatos salpicados de cal sombreados de
arena, él, su esposa, sí, su mitad de un par de esposas que aten a la vida, ese
compinche con ella de aquella verdad y de aquella mentira, con su boca de pan
rellena, algún trozo de chorizo, y esos rizos jerezanos de sirviente que come
aprisa, grasiento de manos, de ojos, de ropa, de…
-¿Por qué me miras así, niña?- le
dijo él sintiendo sus miradas, rebuscando en la sartén-. ¿Por qué no comes? Se
acaban ya mismo; anda y come.
De qué manera decirle que ya lo sabe
todo. Todo. Desde la A hasta la Z, sin tener que saber explicar en palabras lo
de entremedias, para qué, de qué serviría, se pregunta Benita sujetando el
mango de la sartén para que no caiga al suelo con la algarabía que se lía al
rebañarle el culo, qué sobresaltos que de pronto le entra al chiquillerío, que
ya tienen todos la cara y los mocos renegridos de tizne.
-¿Te pasa algo?- pregunta su marido
al mismo tiempo que mastica-. ¡No tendrás náuseas!...
-Joer; lo que me faltaba.
-Qué dices, que no te he escuchado.
-Ni falta, leche.
Porque antaño, hace apenas diez
años, las sonrisas imperaban en la casa de Benita; así lo sentía ella ahora, en
su nueva realidad, y lo insólito era precisamente eso: que solamente lo
recordara ella, pues su marido, de tan serio, podríase decir que no extrañaría
pregunta alguna con respecto al sonido demoníaco de la risa; en cambio ahora,
ahora todo eran momentos desastrosos, un entremorir continuo, la ruina de la
mente y el corazón, y ella…, ella, ella ¡qué!, sino una fuente nodriza
deslechándose en la juventud, sin más pago que la manutención, poca, que no es
de mucho comer, no, una fregona con agradecimiento de griterío resbalando en el
jabón casero recién compuesto, en las ropas hechas jirones de altercados,
mordidas de perros víctimas de sus asedios, enganches en ramas, subidas a los
árboles más altos y rodilleras a zurcir por la noche, si total el resultado de
la crianza es que la desamparan a una en la vejez prematura, y para colmo
Benita se siente una cualquiera en la cama, y testigo firme de ello es el
crucifijo de la dote, una cualquiera sin más pago que…, a veces con más hijos,
con un hombre que…, que a veces se aguanta.
Después del almuerzo abrió la puerta
principal, y un griterío de chiquillos hizo presencia por los caminos frente a
la casa; quedó un buen rato observándolos, hasta que desaparecieron por los cerros
más próximos y se emocionó porque le pareció atisbar que dos de ellos le decían
adiós con las manitas de tizne. Se dirigió a la alacena, a buscar un precioso
traje que había conseguido a base de buenos retales de ropa antigua, el traje
de su partida.
-¡Joío vestido! ¡Al fin te tengo!
El niño más chico todavía andaba
despierto, echado junto a su padre, escuchando sus ronquidos. Tras abrazar el
vestido como quien abraza una cruz en una terrible desgracia, Benita Morillas
miró muy detenidamente a su último hijo de teta. Observaba sus ojillos de ratón
de campo, su boquita de ardilla, sus orejas de becerro enano, su nariz de rana,
su flequillo de gato raro, olía su aliento y su cuerpo de leche cortada, donde
ella no reconocía organismo alguno de sí misma, y supo que aquel ejemplar de
hijo no tenía aspecto de ser distinto a los demás engendrados que de sobras ya
tenía, y no obstante acusando una debilidad maternal quiso darle su último
beso, para darse un empujón el día de mañana, si es que acaso tuviera la mala
sombra de recordarlos, pero tuvo miedo a que llorase, y finalmente no le dio un
beso, pero le susurró: “Cuando hables, de mí di lo que quieras, que ya na me
importa un pimiento; y a ti”, añadió Benita mirando a su esposo, “a ti te digo
tres cuartos de lo mismo”, muchas palabras eran esas para ser pronunciadas sin
descanso, pero es que Benita creyó conveniente no parecer miserable en una
despedida así.
Con esta actitud de mujer sin
corazón, quiso Benita enterrar su tiempo amortajado, porque le pareció que olía
a podrido, a cloaca, a muerto remuerto. De modo que entrando a su alcoba se
colocó el vestido nuevo sin ni siquiera mirarse al espejo porque no tenía
ninguno desde que sus hijos hicieron añicos la luna del ropero, cogió su maleta
más ligera porque era la única que tenía, y comenzó a echar en ella todo lo que
creía de buen aspecto, hasta que las prendas elegidas para la ocasión de presa
justamente huida no le parecieron adecuadas más que veinticinco, ropa interior
incluida y dos zapatos rellenos de hojas de periódico de cuando se casó.
Por el coche, que no se preocupara
el vecino, un camionero que durante su ausencia les confiaba las llaves. Y no
porque pensara ella en devolvérselo, que de eso nada, sino porque lo cuidaría
muy bien, como ella sabía cuidar de todo. Arrancó a la primera, cosa extraña en
aquel coche casi de mentira, pero así fue y ella creyó de buena señal ese gesto
de un cacharro tan arruinado. El camino hasta la carretera principal se le hizo
eterno, el vaivén sobre sus tierras irregulares y sus piedras era lo de menos,
así lo pensó Benita viendo a través del retrovisor correr tras de ella a uno de
sus perros: porque lo importante era ese gran paso, no le quedaba más
alternativa en la vida que esa salida al galope, mejor dicho entrada porque la
mujer se lanzaba a nacer de nuevo, y hasta tuvo la duda de subir al perro y
llevárselo, pues le gustaban mucho los animales, porque nunca preguntaban y
tampoco respondían, pero sus dudas se dispersaron porque el perro quedó atrás,
rascándose los lomos.
II
Llegar a la ciudad había resultado
sencillo. Pero desenvolverse en ella no tanto, aunque era lo más fascinante.
Era una ciudad enorme, porque Benita Morillas, puesta a nacer de nuevo, quería
amplitud, y así se le presentaba esa visión maravillosa de edificios de espejos
limpios sobre limpio, tantos coches con distinguidas bocinas, grandes avenidas,
arbolitos de pitiminí, perritos con lustre y collar, setos como los del
cementerio de la aldea pero más cuidados, qué detalles de modernidad, cuánta
diferencia de su valle a eso, vaya, vaya, caballa, susurraba incesantemente,
algo inhabitual en ella tales rimas, y las mujeres que desde el coche divisaba
a Benita le resultaban de revista semanal, muy elegantes ellas, salían todas de
un edificio donde en un gigantesco rótulo decía ROCHESBANK, qué lugar, pensó la
mujer, seguro que es la competencia de El Corte Inglés de aquí, los hombres
también van que vaya, vaya, caballa…
Cuanto veía en la ciudad, Benita lo
creyó maravilloso. Pero, a eso de las cuatro de la mañana, mientras dormitaba
en un gran descampado hecha un rosco en el asiento del copiloto del coche, la
tentación vino del cielo en forma de sonido bronco que la juzgaba en un tono no
menos grave.
-Benita, mala madre, ¿qué haces
aquí?
-¡Joer!- contestó ella, a
regañadientes.
-Benita, mala madre, ¿sabes lo que
has hecho?
-Déjame.
-No me eches el culo, Benita, que no
soy tu esposo, sino el ángel de tu conciencia, que te dice que tienes que
volver a tu casa.
-Que me dejes.
-Despierta, Benita, y vuelve a tu
casa antes de que te arruines la vida, que todos te necesitan.
-No habrán cenado.
-Que todos están sin dormir.
-Porque no habrán cenado.
-Que todos están llorando.
-Porque no habrán cenado.
-Porque…
-…Porque no habrán cenado…
En ese tira y afloja sus sueños
alterados, hasta que aquella voz tan insistente la dejó de escuchar y soñó sus
sueños de siempre. Por la mañana, bien despierta porque ningún niño la había
reclamado durante la noche para cualquier impertinencia o necesidad de mimos,
esto último así denominado por pediatras y solteronas, según la opinión de la
mala madre, con el estómago más vacío que a esa hora cuando estaba en su hogar,
Benita Morillas se sentó en la acera y comenzó a vociferar palabras que nadie
entendía, frases sin pies ni cabeza que para la gente eran de burla, amén que
de loca.
-Pusieot kiaujan, plastincetronumiac
or traintre cunati pot hugre mimgru.
¡Qué caramba!, pensaban los
viandantes, las mujeres de hoy quieren parecerse a los hombres, y así se ven,
tiradas por las calles, alcoholizadas, prostituidas, qué olor a sudor etílico,
sí, y a humanidades, parece una mujer sin clase, y no como otras, que otras al
menos conservan sus pulseras y aretes, o van bien peinadas, caray, que se note
que no quieren perder el rumbo ni la categoría cristiana de ser femeninas le
pase lo que le pase a una…, y no como ésta, que…
-Ulniumbre fareciange toldin bresan
grian.
Ella continuaba rogando al mundo que
se apiadase de su alma moribunda, que por culpa de una banda de salvajes niños
salidos de sus entrañas habíase confundido de vereda pero que ahora estaba
allí, y en ese lenguaje del que no entendía ni palabra su persona hallábase
íntegra, liberada de ese pesar de mortaja.
Como ahora todo está de pena con
tanta inmigración o como eso se llame, continuaban en sus opiniones los
ciudadanos que la observaban sin interés, pues las lenguas de la madre patria
ya no son las mismas; esa hablará algo de por ahí lejos.
-Intruren gasti juleon minamina
trecu pasteblan.
Cuando la policía urbana llegó hasta
Benita Morillas en paquete de un par, ésta, muy sonriente, al ver sus trajes
impecables se complació por ser tan bien recibida en la ciudad por las
autoridades, y además por dos hombres tan apuestos, de modo que no opuso
resistencia a ser metida entre empujones en el coche patrulla, sino muy al
contrario, pues desde el asiento trasero, con las yemas de los dedos
traspasando el entrelazado de acero, les hablaba en su nuevo lenguaje de mujer
liberada a la pareja uniformada, aunque ésta, por respeto a tan valiente mujer,
sólo contestaron incongruencias que ella creyó delicadas palabras de hombres
del orden maravillosos.
En la comisaría, qué diferencia;
allí Benita Morillas, arrellanada en un escaloncito color granate, engulló dos
bocadillos y tres cafés, y con el cuerpo ya templado regresó a ella el habla
que en su aldea usaba, y se dio cuenta de que los demás tampoco así la
entendían, pues todos pasaban ante ella sin percatarse de su presencia.
-¿Qué hago aquí, mierda?- decía a
grandes voces, sin que nadie la mirara, sino que todos andaban con papeles en
las manos y mucha prisa descolgando teléfonos-. ¡Si ha sido por mala madre,
mierda y mierda para todos vosotros! ¡Una ensaimada de vaca así de grande!
A las dos horas le abrieron las
puertas de lo que ella asimiló como jaula con camastro y grada pintada, y luego
las otras, las más grandes, que daban a la calle, y allí fue despedida Benita
Morillas sin más connivencia con la autoridad que las palabras de un hombre
uniformado, que le dijo sin mirarle a los ojos, cosa que le dolió y eso que
ella era mujer muy fuerte:
-No quiero verte más por aquí, puaf,
o te las verás con el juez…, ¡o la jueza!
Qué miserablemente atendida, jamás
en toda su vida la habían atendido así, con ese desprecio, ni siquiera su
marido, que algún derecho tendría, y ahora que lo recuerda dónde habrá dejado
el rebaño de los hijos cuando haya salido a trabajar, bah, se apañen, se dijo,
mientras recordaba que no sabía en dónde estaba, y lo sentía mucho, sobre todo
por el coche, que como era del vecino no deseaba que se estropeara, y la maleta
qué, maldita sea mi estampa, las cosas como son, pero en estas andaba Benita
cuando claramente se le reveló el rostro del ángel de la guarda y de las malas
madres enfrascado en vestido de algodón de nube, al ver, en la puerta de una
cafetería, el cartel de “SE NECESITA CAMARERA”, qué alegría, suspiró Benita,
Dios me ha oído al fin, si ese oficio es el que yo mejor me sé, el de servir
desde que me casé.
Nada más entrar, todos la miraron.
Normal, pensó Benita, si estaba tan llena de salud y tan bien vestida que lo
natural era que la pusieran a trabajar en ese mismo instante.
-¿Edad?- le preguntó la encargada,
una mujer rechoncha con cara de avispa.
-La que usted quiera- contestó
Benita, decidida a no salir de allí sin el empleo aquél-. Tengo todas las
edades del mundo, leche.
-Queda contratada.
La primera tarea en realizar, fue
barrer y fregar de esquina a esquina todas las aceras de la cafetería, los
patios que ésta tenía, la mugre extra de la cocina, y ese largo etcétera que
tiene el trabajo que no se ha especificado con anterioridad relacionándolo en
asociación con el salario a percibir, hasta que ya las manos le dolían de sacar
mugre de años y diversidad de invasiones, y entonces Benita Morillas quiso
descansar sentándose sobre una caja de gaseosas, hasta que llegó la encargada,
y le dijo con el dedo índice alzado:
-¡Y luego querrás que te pague!
-¿Pues no me habría de pagar?
¡Cojones si no lo hiciera!
-¡A mí no me hables así, tía puta!
-¿Tía puta yo?... ¡Me cago en!...
Y es que aquella mujer que tanto
despreciaba la pobreza a pesar del bien que le causaba a su negocio, no conocía
a Benita Morillas, de modo que ésta se la llevó de la cafetería arrastrándola
por los pelos durante el trayecto de tres calles, una plaza y dos aceras sin
soltar la escoba de su mano, hasta que, cansada de escuchar sus gritos y sus
amenazas, la abandonó junto a los coches aparcados, y sin mediar más palabras
que las de la encargada insultándola, Benita, tras arrearle a la buena mujer de
cara de avispa unos escobazos tiró la herramienta de su ira y desapareció calle
arriba con los ojos a punto de estallar, con lo tarde que ya era, que ni se
había percatado, cierto, que sin luces artificiales el sol ya no servía ni para
contemplarlo, pero a pesar de ello un ciego intentaba cruzar la calle, a ése
qué puede importarle el sol, pensó Benita como si en algún momento ella también
hubiese sido ciega, maldita melancolía, qué chunga pija, se dijo, mirando que
el ciego corría peligro dando bastonazos a los coches, cuyos cláxones provocaba
que el pobre hombre los aporreara aún más fuerte a los que no se paraba ante
aquella imperiosa necesidad suya de cruzar la calle. Y, como no quería ser mala
persona, además de mala madre, Benita se acercó hasta el hombre impedido, para
evitar que fuese atropellado.
-Agárrese a mí- le dijo mostrándole
el codo. El hombre, como es de suponer por su discapacidad, se agarró a lo que
pudo, y en éstas andaba cuando comprobó que esa voz tan bonita era de mujer,
pues son las mujeres quienes senos más grandes desarrollan, y, a diferencia de
los machos, son también quienes arrean, ofendidas, un par de bofetadas si en
ciertas partes son rozadas sin su consentimiento, y tras aquel pecado adrede
cometido el hombre ciego preparó su rostro para ser crucificado por el género
contrario al suyo, pero la mujer tardaba en reaccionar a su manoseo
intencionado, qué tonta, sigue como si nada, pensó el hombre, ya se sabe que
algunas son muy viciosas, y en ello andaba cuando el brazo de la acompañante
dejó de estar asido a su mano menos pecaminosa, y el pobre hombre no tuvo ni un
segundo de paz antes de salir disparado al aire por un autobús urbano, que lo
dejó, por aquellas cosas del destino, a la puerta de un videoclub, aunque sin
bastón para poder ser identificado.
Y es que la ciudad, pensaba Benita,
se le presentaba a ella con una dificultad en aumento, cuánto trajín en tan
pocas horas, qué cansancio de todo, y por primera vez en aquellas largas horas
recordó los cerros que por su casa le traía el horizonte en continua rutina
como una pintura con vida propia, y en su pensamiento los cerros insistían, el
porqué lo desconocía Benita, vaya tontería, los cerros, pues los cerros son
cerros, quiá, sin percatarse de que en ellos siempre buscaba a sus hijos para
llamarlos a grandes voces, desperdigados todo el día entre los matorrales. Pero
no tenía tiempo de pensar en tonterías, así que decidió sentarse en un banco de
una gran plaza, donde todo parecía de ensueño por lo raro, y esa luz tenue de
las farolas, aquí no se ve un pijo, mierda de ciudad, despuntaba Benita en un
titubeo de aquella decisión tan sopesada y que ya parecía una gran desgracia
por cómo se sentía de perdida, tan preocupada, no en cómo se encontraría su
familia, que eso no le quitaba el sueño, sino en dónde demonios estaría el
coche.
III
Durante aquella noche, durmiendo
sobre el banco de la plaza intentando no sentir el intenso frío, acompañada a
cierta distancia de más gente que no perdían el tiempo con forasteras, sino que
entre ellos se pasaban los cartones de vino con risas y toses de tísico,
durante aquella noche el ángel de la conciencia regresó a sus sueños, pensaba
Benita que a darle la tabarra, porque la paz nunca viene sola, su amiga la
guerra la acompaña a todas partes, así lo había visto siempre en los juegos de
sus hijos, que cuando habían dejado de pelearse, con las orejas algo despegadas
ya y los cabellos escocidos, entre risas de paz se arreaban guantazos.
-Benita…, mala madre…
-Que me dejes, leche.
-Benita despierta.
-Que me dejes…
-No me eches el culo, Benita, que de
sobras sabes quién soy.
-Joer… Que me dejes.
-Vuelve a tu casa, Benita, mala
madre, que tu familia te necesita.
-Porque no se habrán lavado, mierda,
y andarán con rascabinas.
-Que no, Benita; que uno tiene
calentura.
-Pues será mi marido.
-Benita, mala madre, no seas mal
pensada, que mira que soy tu ángel de la conciencia.
-Que me dejes, mierda.
-Que tiene calentura.
-Porque el jodío no ha…
-No sigas, Benita, que ya me voy,
ya.
Tras la desaparición de su visita, Benita
Morillas volvió a tener sus sueños de siempre, y al alba despertó amodorrada,
no por la luz que a esas horas del día concedía a la aldea cierto aspecto de
paraíso, ni por el canto de sus pájaros o el reloj biológico de sus gallos,
tampoco por el llanto de su hijo más pequeño, ni por el abrazo cálido de su
marido, hecho un ovillo entre sus pechos si es que éstos andaban libres de
algún mocoso, en quien pensaba ahora y lo veía sentado en el sillón de siempre,
hundidos los dos, porque al sillón también daba un no sé qué verlo, machacado a
taponazos por el rebaño de asalto, pobre vasallo, pensó Benita en un suspiro,
si en el fondo nos queremos, qué rizos de señorito de Jerez, qué boca de
ardilla…, sino porque involuntariamente despertó Benita, despertó de pronto con
moderados zarandeos que fueron subiendo de nivel al ver que la mujer parecía
estar muerta.
-Psss…, ¡tú! ¡Largo de aquí!- le
dijo un hombre vestido de uniforme, al verla abrir los ojos.
-¡Déjeme en paz, mierda!- contestó
Benita, enroscándose de nuevo sobre el banco de la plaza.
-¡Que te largues! No es decente que
la gente digna tenga que ver cosas así… ¡Qué asco de mujeres, cómo han perdido
la razón! ¡Largo, largo…!
-¿Qué ver el qué, cojones?- le
preguntó al incorporarse. El hombre la miró sin interés, pero dijo: “No
preguntes más y vete, vete y no vuelvas más por aquí, que esta es mi plaza,
anda y vete, so borracha”.
Ella, borracha. Ni siquiera sabía lo
que era arrimarse al hocico el cuello de una cerveza. Bien mirado, aquel hombre
no era lo que parecía, con ese aspecto de gran señor condecorado por la Legión
de Lamparones, con tantas manchas en el uniforme como botones tenía el traje,
por cierto algunos de ellos a punto de caerse, con los hilos flojos, advirtió
Benita por la costumbre de estar en todo lo referente a la labor doméstica.
Cuando el hombre se retiró, comenzó a recoger hojas secas del suelo con un
pincho que Benita jamás había visto y que no le pareció mala idea para
practicarla en la recogida de las hojas de la parra de su casa, en caso de
volver, pero esto último estaba totalmente descartado, qué cosas le venían a la
cabeza en esa aurora, plantearse esa tontería aunque tan sólo fuese para
rechazarla. Se quitó varias legañas, bostezó cuanto quiso sin ser molestada por
ningún niño y mirándose el vestido nuevo supo que estaba hecha un desastre, con
la rebeca enganchada en quién sabría dónde, las medias con carreras de dos
dedos, y los huesos hechos picón, y ahí recordó la lumbre de su casa, que de
sobras a esas horas tendría ascuas si es que algún inocente se apiadó de su
prole, qué frío, repetía Benita, qué frío tengo, y cruzándose la rebeca al
pecho se dispuso a andar sin saber qué rumbo tomar porque estaba tan cansada,
tan cansada que añoró levemente los días turbulentos de su hogar y el hambre,
hasta recordó las habas de la alacena roídas por gorgojos, qué plan perfecto
tiene el destino, el demonio o lo que sea, reflexionó Benita en ayunas, dejar a
una mujer tirada en la calle, a su suerte, así cualquier hembra vuelve al
infierno manque le pese, mierda y mierda, pero yo quiá, yo no vuelvo así me
coma el cemento, los he dado por muertos, por muertos y enterrados porque son
de mi tiempo muerto, me mataron los años, así que ya lo sabéis, que a joerse.
Andando por las calles, con el cielo
obscurecido, sin más suerte que el momento presente y un frío calador, Benita
Morillas estiró la mano para ver si llovía y de pronto le cayó una moneda en la
palma de la mano, estiró la otra y no le cayó nada, así que comprendió que se
había echado a mendigar por haber consultado al cielo con los brazos en cruz,
de modo que a eso de las doce menos cuarto de la mañana la recaudación era de
catorce monedas de escaso valor, y estaba horadada de lluvia hasta la médula,
pero muy contenta porque tenía dinero a cambio de asearse con agua tan limpia y
que tanto le recordaba al río de su aldea. Al fondo de la calle, un humo
distinto a industria emanaba, llevando hasta su nariz un olor a sopa, así que
Benita, sin pensar más que en su hambre, hasta allí se plantó temblorosa, vio
grandes filas de personas como ella y otras con peor vestuario y aseo; se
colocó en una por un tiempo que no supo precisar, hasta que se halló frente a
unas grandes ollas con el culo negro, le soltaron en una bandeja con distintos
hoyos color de lata varias viandas que aliviaron su espíritu y que más tarde
sublevaron su vientre, no encontrando en la ciudad más camino para su urgencia
que refugiarse entre dos coches para no parecer mujer poco decorosa.
-¡Mira la tía guarra!- se oyó la voz
de un niño-. ¡Se ha cagado en la calle! ¡Se ha cagado!, ¡se ha cagado la muy sucia!
¡Qué peste!
Se incorporó sin prisas, excepto
para subirse las bragas, las medias y bajarse el vestido; fue alejándose de
aquellos comentarios a los que en un principio no les echó cuentas, con la de
veces que en tan poco tiempo en la gran ciudad había visto defecar a perros y
mear a gente y nadie disparaba la alarma, y con las ocasiones que había
aliviado su cuerpo en su valle, y tampoco; pero el niño insistía en dar a conocer
su descubrimiento de buen servidor social a los demás viandantes, así que la
culpa fue suya, tal vez se precipitara en juzgar a la mujer responsable de ese
error de mancillar la calle sin contar con el riesgo de su opinión, y quizá, de
haberlo sabido, valoraría distinto a esa mujer tan harta de todo, pues habríase
ahorrado, con ello, la vergüenza de ser desnudado por Benita en plena calle,
que lo dejó a la vista de todo el mundo antes de desaparecer llevándosele las
ropas.
-¡Creíamos que era tu madre!...- le
decían testigos de la ignominia, acurrucándolo debido al frío y a sus partes de
prehombría-. ¡Pobre niño! ¡No llores, no llores!...
-¿Mi madre, la tía esa?- preguntaba
el zagal, lloriqueando-. ¡Mi madre es buena!
Desde la esquina, Benita Morillas escuchó
estas últimas palabras. ¿Querría decir el zagal, que ella era mala? Y si ese
niño, que no era suyo, pensaba eso de su persona por la tontería de dejarlo en
cueros en la calle, ¿qué pensarían los suyos, con lo que había hecho,
abandonándolos a su suerte?
¡Qué desengaño!, se decía Benita
ahora, qué desastre de conciencia, mi ángel apareciendo de día disfrazado de
zagal chillón, quiá, mierda y mierda, con lo feliz que he sido hasta ahora en
estos días de mi nueva vida, y tener que verme acosada por la mente ignorante
de la maternidad, solamente por la tontería de ese nene pánfilo, bah, mierda y
mierda.
De nuevo deambulando por la calle,
sin más rumbo que el descubrir nuevos pensamientos que la alejaran de su
anterior vida, cuando Benita Morillas creyó perder la conciencia liberadora de
mujer valiente, y al sentarse en un banco de la plaza, después de espantar a
las palomas para que no le mancharan más la ropa se puso a llorar con una mano
encima de la otra.
-¿Por qué lloras, Benita, mala
madre?
-Porque me da la gana; déjame.
-¿Acaso lloras por tus hijos?
-¡Quiá!
-¿No?... ¿Lloras por tu esposo?
-¡Quiá!
-¿Tampoco?... Entonces, ¿lloras por
ti, verdad?
-¿Por mí? ¡Y una mierda! ¡No verán
eso tus ojos de rayo!
-¿Entonces?...
-Lloro…, lloro porque me acuerdo de
cosas que ya no recordaba.
-¿De qué cosas te vas tú a acordar,
cruel Benita, si no es de lo mala madre que eres?
-¡No me digas mala madre! ¡Que yo no
tengo hijos!
-Sí que tienes, Benita. ¡Y muchos!
-Me importa un pijo lo que digas.
Vete de aquí.
-Benita…
-Y déjame ya, que voy a despertarme.
-Benita, no me des el culo, Benita
mala madre escúchame…
Al abrir los ojos, Benita Morillas
vio un corro de cabezas de diversos tamaños sobre la suya. Y un montón de
caritas de luna sonrientes que susurraban en intentos por ahogar palabras.
-Se ha despertado- escucharon sus
oídos.
Antes de aparecer, el olor de su
esposo se anticipaba a su presencia, ella intuía su proximidad; para Benita
Morillas su hombre, desde el primer beso que le diera un día bajo las ramas de
un olivo y junto a dos espuertas de aceitunas a medio llenar, su hombre olía a
campo, su fragancia preferida, y ese aroma lo sentía, desde aquel momento de su
vida, como olor propio.
-¿Cómo estás?- le preguntó al darle
un tierno beso en la mano.
-¿Dónde estoy?- preguntó Benita
totalmente desorientada, observando los rizos de su cabello, que hoy relucían
de limpios.
-¿Que dónde estás?- se sorprendió él
por la pregunta de su esposa-. Pues en el hospital. Acabas de parir hace na.
Benita Morillas comenzó a llorar
desconsoladamente ante la presencia de su esposo y del chiquillerío, que,
sentados en la cama de al lado, eran testigos de su desgracia, permaneciendo,
ante el llanto de la mujer, todos inmóviles, obedientes, con las manos quietas entre
los muslos y por debajo de las nalgas, con los zapatos relucientes y esos
flequillos y esas coletas tan de mentira que Benita preguntó a su marido
quiénes eran aquellas criaturas tan extrañas y éste le contestó, con
carcajadas, lo cual era en él tan inusual como aquella pandilla de niños
perfectos, le contestó que naturalmente sus hijos del alma, a los que había
conseguido introducir de incógnito en la habitación, y para asegurarla de su
afirmación le fue diciendo los nombres de cada uno excepto el de teta y el
asignado a la última, pues uno andaba en casa de parientes y la santa elegida
para la recién nacida, todavía en observación, aún estaba sin acordar entre
todos.
-¡Qué sueño he tenido! Estaba como
perdida en una ciudad muy grande, y me perseguía un ángel que siempre me
pinchaba y pinchaba con preguntas muy raras…
-¿Un ángel?...
-Sí; más bien un moscardón.
-¿Como esos?- preguntó él, señalando
a sus hijos.
-Quiá. Esos no son ángeles, mierda,
sino duendes del valle.
El chiquillerío la miraba con miedo
a transgredir alguna norma, tal vez como si no fuese cierta la visión que ante
sí tenían porque su madre estuviera quieta, sin trajín, está realmente malita,
cuánta pupa le habrán hecho, pensaban todos, aleccionados por su padre con la
amenaza de dejarlos sin salir por el valle dos tardes y una mañana, hasta que
uno de ellos, el más oscuro, con el cabello ensortijado, y tan guapo como el
ángel negro más guapo del cielo, se aproximó hasta ella, y le dijo:
-Mamá, te hemos comprado un regalo,
que hoy es tu cumpleaños; toma.
-¡Mi cumpleaños, mierda!- expresó
ella en voz baja.
Al abrir el pequeño regalo que su
hijo le entregaba, éste, con su boquita de ardilla, le dio un beso y se marchó
junto a los demás, que aún parecían de cartulina, y Benita Morillas tuvo en sus
dedos el anillo más bonito que en su pobreza o en su riqueza jamás pudiera
intuir poseer, y no porque fuese de oro, que no lo era, sino porque estaba
decorado con diminutas e insólitas florecillas que ellos mismos habían
recolectado del valle, quién sabría con cuántos peligros, qué diablillos de
niños, y Benita se creyó por sus hijos realmente una madre amada; porque
renunciar a un tiempo tan querido dedicado a recorrer fantásticos cerros
teniendo sus edades y su vitalidad, para emplearlo en buscar tan delicadas
flores para el anillo de una mala madre, lo sintió Benita de un valor
incalculable. De modo que, por una vez en su vida de casada, le dio a Benita
por llorar de emoción y alegría, y aprovechando su debilidad el chiquillerío
comenzó a dar saltos en la cama de al lado compitiendo en quién de ellos
tocaría antes el techo con los dedos, y su padre no tuvo más remedio, temiendo armaran
un escándalo en el hospital, que llevárselos a todos a la calle, dejando a la
mujer de su vida de vasallo de castillo de cartón, disfrutar de ese momento de
amor tan intenso mientras reanimaba el tiempo que creía perdido.
©
Marta Antonia Sampedro Frutos (2000).