sábado, 26 de marzo de 2016

Aglae y una libélula, de Marta Antonia Sampedro

             
             La tarde era gris, ya serían sobre las siete, y por el oeste llegaban nubes atlánticas. Estaba, como lo requiere mi profesión inmobiliaria, haciendo fotos a viviendas. Era un edificio nuevo y deshabitado que había embargado un banco. Después de fotografiar todas las viviendas, subí a la terraza que hay en la cubierta. En esas terrazas se suelen colocar las máquinas de aire acondicionado y en este caso el documento de calidades indicaba que el edificio disponía de ellas.  Miré el horizonte, las nubes se endurecían en color y el aire olía a lluvia. Algunas veces me ocurre, que al mirar los cielos con sus nubes y sus pájaros volando y los tejados silenciosos, me ocurre, que extraigo conclusiones de vida, por ejemplo qué hago haciendo fotografías a viviendas, cuando a mí lo que me inquieta es escribir. Escribir de lo que invento, escribir de lo que pienso, lo que escucho, de lo que sueño, escribir recuerdos. Se veían las máquinas, efectivamente, el informe de calidades era cierto. Me disponía a marcharme cuando la presencia de un ser me detuvo. Era una gran libélula con rostro y tamaño de ser humano, en realidad de libélula tenía alas, unas grandes alas transparentes que le salían de la cintura y le sobrepasaban la cabeza calculé que medio metro. Una cara pálida y rasgos finos que resguardaba entre su pecho y que comenzó a mirarme.
            Qué podemos hacer cuando un ser extraño nos mira y lo miramos.
            -¿Por qué has vuelto? –le pregunté.
            Se lamía las patas de libélula, indiferente.
            -¿Por qué has vuelto?- insistí.
            -¿No recuerdas?- dijo al fin-. Soy tu ángel de los peligros, y he venido a avisarte.
            Su voz la recordaba bien, mucho más que bien. En todos los sueños me lo advertía sin ser visto, que una voz así sólo a él debía asignarle y siempre la escuchaba para no olvidarla, porque también los demonios saben imitar voces, pero la suya no la conseguían. Es una voz de cuando los troncos de los árboles se talan, una voz que cruje, que nos cruje el corazón, y él tenía la voz de un árbol que jamás calla y que nunca decae.
            -¿Y de qué peligro quieres advertirme? Estoy en un edificio solitario, con las nubes sobre mi cabeza y el agua a punto de caer.
            -¿Te preocupa la lluvia? ¿Crees acaso que la lluvia es un problema que tienes?
            -No he querido decir eso.
            -Oh, ya entiendo: te molesta mi presencia.  ¿Piensas que si pudiera elegir, estaría ocupándome de ti?
            -Tienes toda la razón: tendrás cosas más importantes que hacer. Supongo que el cielo tiene pocos problemas y os aburrís bastante. Y ahora me marcho. Tengo que llegar a tiempo a la oficina para descargar las fotos y revisarlas.   
           Los ángeles de los peligros no se ofenden fácilmente. Piensan más en cuanto protegen que en su orgullo.
            -Cuídate del agua de las soledades. Y podré cuidar de ti.
          Me marché del edificio. Tengo costumbre en metáforas, de hecho las utilizo habitualmente en mis escritos y pensé qué bonita frase, la apuntaré en mi agenda laboral para algún poema, nunca se sabe qué recursos nos harán falta. La lluvia había comenzado y sobre las aceras destapadas había ya una leve sombra oscura. Y ese ángel era un romántico exagerado.
            Cierto que me había evitado caer en peligros. Si por peligro entendemos cruzar en ámbar un semáforo, que un portazo no te rompa los dedos, que una teja se destroce ante la cabeza de alguien que va delante nuestro o que una poeta no tenga inspiración. Yo le doy más importancia a esto último. Porque, ¿qué haría una poeta con sus personajes sin saber qué hacer, sin rumbo, como si fuesen dementes, o inscritos en un borrador sin salida alguna a la vida? ¿Qué sería de los mundos ocultos sin alguien que los haga aparecer e incluso desaparecer?
            Llegué a la oficina y tras comentarles a mis compañeros de trabajo en qué estado estaba el edificio, me ocupé en darme prisa si quería finalizar la cartelería del escaparate. Y ahí estaba de nuevo, sentado sobre el escalón, acariciándose las alas y moviendo las bolsas de plástico de los compradores del supermercado que caminaban junto a él. Los ángeles del peligro, para tratarse de seres que no tienen salario, sin duda que son muy afanosos. Justamente cuando coloqué el último cartel, se había marchado.
            A las nueve yo me dirigía hacia mi casa. Las calles de la ciudad en la noche tienen la peculiaridad de invitarnos a estar en nuestro hogar. Junto a mi calle hay una plaza antigua, esas plazas acotadas en piedra y grandes árboles que dan sombra en los veranos y que ahora estaban desnudos y vacíos sus nidos. Y una fuente de piedra con una boca de salamandra. En qué estarían pensando esos arquitectos antiguos que construyen fuentes con motivos de seres que a la gente les recuerda a las serpientes. Había apoyados en la fuente dos jóvenes. Ella era una hermosa joven de cabello largo y oscuro y de piernas fuertes, como de atleta. Él alto, robusto, con una media sonrisa. Tocaban el agua y no hablaban entre sí. No los conocía del vecindario, ni de la ciudad, ni de parte alguna. Lentamente me acerqué a la fuente, no quería molestarlos, pero sí observar la noche y escuchar el agua antes de marcharme a casa. Y en medio de los jóvenes se me presentó el ángel de los peligros, con sus grandes alas de libélula, con su rostro blanquecino, con una rama dorada que asía como un arma, ante la salamandra. Los jóvenes se espantaron, por lo tanto concluí con urgencia que lo vieron al igual que lo vi yo, y salieron corriendo y gritando, ella por un lado, él por otro, y yo me quedé sorprendida porque era la primera vez que aparte de mí alguien lo veía, al menos que yo lo supiera.
            -Te lo dije, que un peligro te acecha- me dijo con su voz de árbol talado y vivo.
           Yo también corrí al lado opuesto de los jóvenes, es decir dando la espalda al ángel, huyendo sin saber por qué huir, qué ocurría, por qué los dos jóvenes lo vieron. El ángel me perseguía con la obstinación de quien tiene enfado, mucho enfado. Yo corría huyendo de esa desgracia de conocer los peligros de antemano,  corría porque buscaba ayuda, la ayuda que era el no verlo más. Y qué ayuda buscar si te persigue un ángel.
            -¡Abran!, ¡abran!- gritaba en una gran puerta de madera de lo que parecía una taberna y que jamás anteriormente la había visto.
          Un ángel, si solamente lo vemos nosotros, es digno de silencio y de secreto. ¿A quién decirle que ves un ángel con alas de libélula y que te habla?¿Y cómo añadir que escribes relatos y poesía? Pero, si ya lo ven más personas, nos entra el terror. Un miedo solitario, para quienes escribimos, es más asumible. El miedo colectivo es un género que no domino.
            Al abrirse la puerta, apareció un hombre de pelo escaso y bigote, agitado por mis gritos. Pero además de su físico, ante mí tuve claramente la misión: a ese hombre lo reconocí al momento, ese hombre no era un cliente, no era un amigo, no era un familiar, no era ni siquiera peatón, no era un vecino, ese hombre era… el peligro.
            -¿Qué ocurre? ¡Pase, pase, señora!, ¡tranquila!- me decía el hombre.
            -¡Cierre la puerta! ¡Ciérrela!
           ¿Cómo no se puede caer en el detalle de cerrar una puerta, cuando alguien que grita para que la abras, ya ha entrado?
            Efectivamente, era una taberna. Y antes de que el hombre pudiese hablar frases largas, yo me había procurado una botella de vidrio y se la estampé contra su cabeza, cayendo y en el acto ensangrentado al suelo.
            -¡Tú eras el peligro, maldito!- dije con la rabia que tan sólo a algunos de mis personajes les he proyectado cuando sus interlocutores se lo merecen. Pero yo no era un personaje, sino una poeta y escritora sin suerte alguna y que se dedicaba al gremio inmobiliario. Él tampoco era un personaje, especialmente porque los relatos de sangre no son de mi estilo, sus registros son actualmente facilones y de escasos recursos literarios. Y porque estaba inconsciente en el suelo.
            La gente me detuvo, me sostuvo. Yo gritaba que ese hombre estaba en mis relatos queriendo herir de muerte a mis personajes.
            -¡Está loca!
            -¡Llamen a la policía!
            -¡Una ambulancia!
            A través de los cristales vi al ángel de los peligros. Se lamía o relamía las alas con tranquilidad.
            -Maldito.
            Y también a los dos jóvenes de la fuente de la salamandra, conversando con él.
            Lo reconozco: ese trío habían escrito un guión espectacular. Seguro que ganarían algún premio literario de la localidad.
            Los jóvenes entraron a la estancia.
            -Mamá, ¿no nos reconoces? Somos nosotros, tus hijos- dijo la joven con los ojos extrañados.
            -¿Mis hijos?- pregunté confusa.
            -Sí, tus hijos.
           ¿Tengo hijos? Si no me especifican en qué relato o poema los desarrollé, será difícil de identificarlos.
            -¿Y dónde está el ángel?- era mi mayor preocupación.
            -Ya se ha marchado. Llevamos dos años viéndolo y soñando con él, nos avisa de los peligros.
            Sí, deben ser hijos míos, las narradoras y poetas solemos echar raíces que tienen un genoma literario que en esencia conserva el origen, a veces para mejor y otras para menos mejor.
            -Yo también lo sueño a menudo.
            -¿Por qué has golpeado a ese hombre?
        -Porque lo he reconocido. Muchas veces he soñado que mataba a gente, a gatos, a caballos, que mataba. ¿Dices que sois mis hijos?
            -Mamá, también nosotros hemos soñado con él. Ese hombre es el que ahogó a la muchacha que apareció en el río. Sí, somos nosotros.
            -¿A la joven desaparecida?  
            -Sí.
            -¿Ahogada? ¿Y dónde se ha ido el ángel? ¿Le dará tiempo a resucitarla?
            -No lo sabemos.
            -¡Dile que regrese! ¿Y tú, joven, por qué no hablas?
          La muchacha fallecida era de un relato que escribí. Se llamaba Aglae. Hija de unos comerciantes de la ciudad, yo la veía los domingos en la plaza de la fuente de la salamandra. Siempre me pareció una niña; jugaba con la infancia como si también aún lo fuese. Un día nunca ya se supo de ella. Desde entonces me esforcé en continuarla presente y escribí una composición de un personaje muy feliz, alegre y vivaz, con futuro sin necesidad de malos sueños. La incluí en un relato para que el destino si era malo se quedase en el papel inamovible y que alguien poderoso y obstinado cuidaba de ella en las soledades. Que su vida era aún mejor de lo que en su inocencia era estando entre nosotros. Pero, por respeto a sus padres, nunca lo publiqué. Para olvidar que había sido un destino de las soledades de la muerte, ahora ya sabía que en el agua. Hacía de eso unos dos años.

(c) Marta Antonia Sampedro Frutos (2016)      




domingo, 13 de marzo de 2016

Narcisa y el prójimo, de Marta Antonia Sampedro


Narcisa mostró sus principios
barnizados de vanidad
y de heces y de sangres
entre los gemidos de agonía
cuando la muerte entró al corazón
de quien le dio la vida
y luego las heridas de los extremos
eran más honduras de tristezas
mostró sus caras de pasión a sí misma
y a los pies del lecho ataúd
cuando el sufrimiento era garra insoportable
tranquila comía Narcisa patatas fritas y manises
el ruido de sus dientes postizos
y los envases plásticos en la voracidad
se mezclaban entre los quejidos del fin
expresaron todo cuanto era ella
esperando sin temor su aparición
pues la muerte ni la miró por fría
nadie advirtió siendo niña de Narcisa
y cuando halaga ya tarde se la detecta
pues jamás se llena sino de pena ajena
porque son sus espejos
la necesidad continua
de arrancar con dolor de otros
la pus rancia de sí misma
pero aumenta por gusto de ella
ahora Narcisa tiene conseguida su proeza
de la vil mentira cocinar ternura
mas no habrá quien purifique sus espejos
hasta en sueños verá ojos limpios
hermosos pies de senderos
y en la destemplanza consuelo
pero nunca serán los suyos
y seguirá envidiando al prójimo
especialmente toda riqueza y pobreza
pero jamás sostendrá un segundo
la verdad necesaria
formar la pluma de las nubes
las palabras coronarias de las brisas
la fortaleza de las caídas
cuando te levantas solo
con cien buitres acechando
ni la fe de las brillantes orillas
donde esperar el amor eterno
que nada le interesa
pues tan sólo masca patatas fritas
y manises Narcisa.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2014)