sábado, 22 de junio de 2013

Miradas en destino, de Marta Antonia Sampedro


Por delante de los árboles está su cuerpo, se diría que hace de tronco de las ramas. No mira hacia ninguna parte, porque está mirándola a ella. Así debe ser, prohibido mirarla. El aire de junio viene cálido y el movimiento leve de las hojas acompaña su mirada. Las miradas destinadas a la ceguera se escapan sin querer, porque su voluntad no depende de los ojos. Están nerviosas y descuidadas de tanto pensar en ese cuerpo que dejan tras de sí. La cabeza ligeramente desviada, los ojos al frente, donde está su cuerpo. La luz de la media mañana es hasta molesta y explosiva para escudriñar bien su cuerpo, que ahora extrañamente no es pensamiento. En los pensamientos cada cual se da la luz que necesita para mirar un cuerpo que siente. Pero la mañana está aliada con la prohibición de mirar y les ciega los eclipses, sólo se les consiente ser presencia sin mirada, aunque les está permitido mirar cuanto no les importa. No tienen derecho a conocer los nuevos surcos de sus arrugas ni la alteración del aroma de sus cabellos; menos aún reconocerse la textura de su añoranza. Erguido y tenso él piensa que todos los ojos presentes saben que la está mirando y lo delatarán inevitablemente y tal vez el aire de junio descontrole su pulso llevándolo a la intensidad y en los altavoces de la música resuene su corazón inquieto por tenerla frente a frente, y el mundo será el caos que presiente desde que la ama. Pero sólo ellos dos y quien les prohíbe mirarse saben que se miran. Siempre se miran, hasta cuando no se ven. Se miran continuamente. Se miran ocultamente. Se miran sin presencia. Se miran sin permiso. Se miran extraoficialmente. Se miran porque se buscan hasta cuando se rehúyen. Pero ahora la mirada no es una idea ni un recuerdo. De verdad se miran. Qué hacer cuando al mirarse no se puede adivinar qué será lo siguiente. ¿Se volverán a amar en la presencia? ¿La liberación de la mirada cautiva provocará que las miradas protesten la prohibición de hallarse? Las miradas destinadas a la ceguera se conforman con menos, tienen costumbre de ausencia, pero eso nadie lo sabe sino ellos dos. Saben que cada segundo destierran recuerdos que no soportan que vivan y en vez de morir se reproducen. Porque cae una hoja y se miran, sus ojos son otoños. Amarillea el trigo y se miran, todo el campo es sus ojos. Un ave cruza la noche y se miran, sus ojos son todas las aves. La luz de la luna los despierta invadiendo toda estancia y se siguen mirando por separado, cuántas lunas cuentan los ojos. En las miradas destinadas a la ceguera las cosas no son como de costumbre, yo te miro y qué, tú me miras y qué. Los ojos apenas coinciden y sin embargo están unidos en rayos de espejismos. Recuerdan muy bien sus cuerpos, agua caída en las manos que sembró la ciudad de sus miradas y no quieren sentir ni levedad. Son dos cuerpos errantes con miradas en destino a ser desvanecidas. Miradas que pertenecen a la ocultación, según se ha establecido sin que nadie considere la zozobra y el desamparo que produce prohibir que dos personas que se aman puedan mirarse. O quizá por ello. La media mañana continúa espléndida de luz y de vocabularios secretos donde ninguna palabra es pronunciada. Ella en su hombro siente un beso de mirada, la radiación de su fugacidad interminable; se toca el hombro justamente donde la mirada se ha expresado con dulzura de memoria y se gira para mirarlo, prohibido mirar así debe ser, él desvía la mirada pero continúa mirándola. Ojalá que nadie se haya percatado de que te mandé ese beso donde entero va este cuerpo que ya no siento. Y al momento él se lleva la mano a las cejas para evitar que alguien vea la imagen de una caricia que ella le ha enviado a sus ojos que tienen prohibido mirarla; en esa caricia te recuerdo la razón de estos cuerpos. Las miradas destinadas a la ceguera traicionan de nuevo la orden de que ellos no se miren y alivian sus ojos sobreviviendo a la calamidad que supone así amarse. Porque suelen hacerlo a escondidas del resto, ajenos y desobedientes, especialmente cuando no se encuentran.


domingo, 16 de junio de 2013

Los olivos me dejan sola si te niego, de Marta Antonia Sampedro



De todas las vallas de los caminos
y de todos los árboles quemados al sol
de todos los senderos
por donde paseo tu sombra
en todas las ubicaciones de los ecos
y en todas las carreteras
por donde una hormiga atraviesa
con gran esfuerzo arrastrando
media cáscara de pipa
derramo si es que me quedan
todos los poemas que no logro escribir
la muerte súbita bajo las ruedas
es el destino de quien muere a la espera
ni en el envolvente aroma del galán de noche
donde la estrella se impregna de verso
ni en la luz de las hortensias
que imita el morado de cielo
ni en el agua más limpia
me arranco tu recuerdo
se expanden las luces del verano
los fondos de los pantanos azulean
en los horizontes de Jaén
yo parezco alegre porque canto
y no me caen ni las lágrimas
siento que te llevo
como a una luz que se me pega
eres el paisaje de mi cuerpo
y en las nostalgias soy zahorí
de las aguas que jamás me sacian
y me preguntan los olivos
si te amo pobre poeta
y la tierra profunda y reseca
me pregunta si te amo
y no puedo responder
aunque el agua me rebose
y los campos y todas las tierras
me preguntan si te amo
y no me importa el agua
me envuelve una locura
y una tristeza de silencios
en los nidos y en las piedras
y formo vocabularios
que no registran los libros
y distingo en las llanuras
los tiempos de los escombros
porque contigo formé afición
a las lagunas de los misterios
señalada por todos los dedos
marcada por el amor
soy un sello de paisajes
y el rojo de tus besos
soy testigo de lo que no queda
afanosa y desolada
recibo las caricias de los carteles
que indican que hay mañana
y todas las prohibiciones
vuelvo a ser la sensata
que fui antes de amarte
y recojo tu sombra
y la guardo bajo llave
y digo que no te quiero
los campos se alejan
los olivos me dejan sola si te niego
y entonces comprendo la vida
los destinos de los sellados
y sigo cruzando con media pipa
todos los caminos que me quedan.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos

  

domingo, 2 de junio de 2013

En el amor de imprecisos, de Marta Antonia Sampedro


Soy tu error más solemne
la anaconda que envuelve
tus sueños atrapados
mientras intentas dormir
acurrucado en la cadena
soy el error que amaste
la luz equivocada que necesitas
soy tu negación monótona
cuando escuchas los relojes
las madrugadas de tus noches
soy lo que no puedes evitar
la ausencia de tus pulsos
y las grietas de tus labios
que ya no besan
tu error continuado
la línea de tu piel
soy tu contradicción
la expulsada de tu interés euribor
el error que temes encontrar
por todas las calles de la ciudad
soy tu poema en viejos libros
la pluma que acaricia tus pestañas
soy el desacierto que buscas
la mentira con la que convives
en tu aislamiento de verdades
el aroma que ya no tienes
soy la equivocación
la forma de una mentira
que examinas para seguir
la vida pendiente que rechazas
soy el desencuentro que olfateas
con necesidad de inspirarlo
la causante de tus piedras
y el ahogo de mil lagunas
soy el descuido nervioso
de tu inyección letal
la sombra hecha cuerpo
incapaz de morirse
la brisa de los agostos
soy el pecado mortal
de tu desaliño
el error enorme que palpita
también soy cuanto imaginas
por lo tanto eres mi traspié
el barranco solitario
por donde caí
la culpa de mis aciertos
un lapsus que me persigue
el desaguisado que me despierta
eres mi privación de amor
el gazapo sorprendente
mi desliz de todo verso
el defecto completo
que elijo en el resbalón
es imposible digamos
que dos errores se complementen
pero en el amor de imprecisos
entre millones de sentidos
elegimos disparates
que nos dan la vida.