miércoles, 28 de abril de 2010

Orilla tranquila, de Marta Antonia Sampedro



En cala de templada agua,
aparecí una mañana.


Desnuda,
mis ropas tiradas en la arena,
bajo un cielo
de parlanchinas nubes
que me señalaban.

Ninguna recordaba
mi nombre de niña
y erraban sus sílabas.

Les sonaba mi estampa,
y cuchicheaban
Qué estropeada,
esta no es aquella traviesa
que nos lanzara ramos
de madreselvas.

Ignorando qué sentidos
ayer, presente y futuro
tuvieran,
miraba las aguas y pensaba
cómo acogerían
mis venas cortadas
los planos movedizos
de la orilla templada.

Qué desinterés
por el desempleo.
El castigo de los demás
por exigir el derecho
a mi libertad de amar
que llevaba combatiendo...

Dónde se colocan las prendas,
si en cuerpos,
perchas,
armarios o alacenas.

Mientras color rojo de mí
avanzara al mar
mi existencia,
qué valor el censo,
los pobres enseres de mi casa,
que ya no repararía.

Quién acogería
mis manuscritos,
las fotos de muertos
que a dormir me ayudaran...

Que continuara
dos calles más abajo,
amando a otra mujer,
el hombre que yo amaba.
Riendo la ventaja
que supone la cobardía,
testigo de mi ruina.

Qué enfriara mi nevera;
la caducidad de alimentos
que en soledad
los días pudren enteros.

En ello, tan sólo,
pensaba:
en mi orilla tranquila.

Adiós a las alternativas,
bajada bandera
quemada a versos
y sueños perdidos
la cuna de mis sentidos.

Mirando mis piernas,
los pies agotados de caminos
derrumbados
y desaparecidos,
un hilo de sangre surgió
de mi cuerpo.

Y las nubes dijeron:
¡Míradla!
¡Es ella, la niña
de los geranios rojos!

Espantada
revolví las aguas
de mi sangre inesperada,
la mancha que vencida
me mostraba.

Recogí mis ropas.
Sabiendo que la blusa
para el tórax,
el pantalón para las piernas,
para los pies los zapatos.

Para el mar, los recuerdos.
Habitantes de caracolas
de las zonas abisales.

Que la sangre
para las vendas,
y yo ilesa me hallaba
en la orilla tranquila.

Me avisó, mujer ser,
que las guerreras tienen
días de derrota.
Y días de victorias.

En la orilla tranquila
dejé parte de mi sangre.

Mi persona
por las dunas
caminaba.

Sosegada.

Vestida de sal
y heridas.

Pensativa.

Último soldado
en la batalla perdida.

Las nubes vigilaron
mi sangre diluida
hasta su transparencia,
y susurraban
Miradla, es la niña
de los pantanos.
Aquella que reía
al lanzarnos ramilletes
de tomillos,
uno, y otro día.

Miradla...
Tan viva...


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2006)

sábado, 24 de abril de 2010

Proceso a una poetisa, de Marta Antonia Sampedro

Declaró ante todos los presentes
que la acusada lo amenazó con versos,
y no tuvo más alternativa que leerlos
al dispararle ella
proyectiles de repetición.

Presionado por la palabra escrita 
herido fue por besos bajo presión, 
acorralado en naranjos, olivos y álamos, 
ríos, charcos, águilas, sapos 
y demás testigos silenciosos. 
Hipnotizado con poemas aderezados 
para atraerlo a sus brazos la amó, 
lo reconoció el denunciante, 
pero sólo por escasez de experiencia 
con las letras escritas.
Consolado por partidarios 
de la prosa numérica 
especificada en tíquets y facturas 
tomó tilas, manzanillas y derivados 
para continuar su grave ponencia 
de víctima del abecedario. 
Que, a pesar de sus matinales mensajes
por colaborar voluntariamente a las artes,
insistía ella en amarlo con su ser
(todos los presentes partidarios de él
a la cabeza se echaron las manos),
susurrándole que sus tiempos eran
su cuello y cabellos trigos y ralos
(ordenaron protección a menores
ante detalles tan rapados),
y que ni pensarlo iba a olvidarlo
(textualmente no recordaba las palabras
por ser él de ciencias
y el estrés ocasionado).
Acosado por los poemas de la acusada 
cambió su concepto personal de noche, 
y en vez de dormir hacía el amor 
también durante el día, 
en la cama, en el baño, en el coche. 
Se emocionó tanto al recordarlo 
que la señalada deseó besarlo 
(los guardias la esposaron 
por temor a desacato).
Los partícipes de su bando 
anulaban sus oídos, 
y la inyectaban lecciones mudas 
en bombarderos de papel, 
mientras yo escribía en crónicas 
sus angustias 
de hombre secuestrado por mujer. 
Se lamentó de que sus palabras a pólvora
aplazaran sus citas al cardiólogo,
neumología, endocrinólogo,
dermatología, homeópata,
otorrinolaringólogo o callista,
y se disparasen sus cifras
en pensamientos y cenas
bajo el cielo,
helados de nata y fresas,
ropas nuevas y visitas al dentista,
furtivos viajes a aguas cristalinas,
y que allí estaban reunidas
las pruebas a cuadrículas,
para demostrarlo:
estaba más sano de milagro.
Era la letra de ella. 
Su armamento y estilo 
de amarlo. 
No podía negarlo. 
Tan ciertamente real, 
que su abogada defensora 
por oficio la escrutaba 
con cara de difícil caso, 
pero la interrogaba el fiscal 
por lealtad al protocolo antipoetisas, 
y no negarle sus derechos de letrista 
sin licencia legal escrita. 
“Lo confieso”,
contestó con atómicas risas
al interrogatorio
abortista de poesía;
“son letras mías,
tienen destellos de verano
la hache de hombre él
y de mujer la eme mía,
y víboras son las eses
con veneno de vida”.
Silencio en la sala. 
A ver qué más decía 
en contra de sí misma. 
“Te enviaré nuevos versos
con matasellos
de corazones a tinta,
porque te amo
digas lo que digas”
(qué murmullo de escándalo
provocó tal amenaza
en el bando antiterrorista).
El juez continuó 
rellenando crucigramas 
sin llamar al orden. 
Sus partidarios,
bohemios, cantautores,
gente proscrita,
bostezaban más que aplaudían,
tanto se aburrían
que finalmente quedó sola
con sus proyectiles anticuentas.
Analizó la fiscalía: 
Culpable por utilizar 
armas no controladas, 
aromas y bioquímicas. 
Inocente el hombre 
por enajenación mental 
transitoriamente incompetente. 
De amor no conveniente
las pruebas concluyentes.
El juez expresó: 
¡Lugar donde se cumplen los sueños! 
¿Alguno de los presentes 
puede darme una verdad? 
Ella contestó: El corazón.
Recibió sanción 
(permitida pague a plazos 
por su veterana pertenencia 
a la estricta Academia de Asaltos). 
Su abogada recurrió la sentencia
al Tribunal Superior de Prosa Poética.
Están estudiando su legalidad 
en las urgencias judiciales 
de Artistas Enamoradas Progresistas. 
En su condena provisional, 
y mientras decidan 
firme sentencia, 
ella le envía poemas anónimos 
en postales de Singapur.
Con matasellos
de tinta a corazón,
que él relee y guarda como pruebas.
(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2003)

jueves, 22 de abril de 2010

Queda lejano el cielo, de Marta Antonia Sampedro

Te has tomado días libres
para visitar el mar sin mí
y sin las posesiones de las sílabas
las metas que siempre avanzan
dejándonos caer en la desgana
comprobando nombres en los barcos,

que pasees la resurrección de tus deseos
sobre los picos de las olas
y mis ojos no veas escribiéndote no voy,

la arena se filtre en tus pasos y los tiempos
borrando que existo tras el mar que te cubre
en cada recuerdo de risas y dolor
y el faro de todos los puertos indique vuelos
de aves y desiertos que no queremos ver,

mires alguna posibilidad de no ser yo
esa lejana que escribe barbaridades,

y tus ojos agrandados por respuestas y palabras
del arco más próximo a tus manos
sirva de camino a la cercana flecha de amar.

Yo también me tomo mis días libres,
repaso las hojas de olvidos y encinas
escucho ecos que no hay quien calle
recorro caminos nuevos que visité
hace unos mil quinientos siglos
configurando la confesión de no estar ya,

observo el sol que cae como dios crucificado
mostrando la espalda a aquel mundo puritano
que otro año las aves recitan vuelos
y desde tierra las aviso queda lejano el cielo,

después me dices no he podido verte,
después te digo no puedo ir mañana lo sé,

y en los días extasiados de no encontrarnos
regresamos a las mismas sílabas
sabiéndolas esta isla de desiertos.

viernes, 16 de abril de 2010

Sal fuera, de Marta Antonia Sampedro


Acompañé al hechicero
a la tumba de un amigo.

Había quejas del vecindario
porque el hombre no hablaba
sino a través de otra lengua
-y porque hacía un mes
que no recordaba
sus andares ni su boca-.

En las reuniones
de la comunidad
aprobaba las actas con
Lo que tú digas, señora...

Ni yo a escondidas
podía escuchar
cuanto su añoranza
clamara al mar negro
de su sepultura.

Dormía en el cuarto
del servicio
abrazado a una almohada
tamaño persona,
dando bocanadas
a sueños y esperanzas
que nunca llegaban.

En un bote de cristal
reunía sus lágrimas
de hombre solo,
jurándose
que en la última derramada
impondría sus deseos
de alba.

Mas no se llenaba
-ella lo vaciaba a solas
en los cheques en blanco,
falsificando
su firma coronaria-.

Justificaba sus silencios
convencido ser un muerto
bastante vivo,
trabajaba incluso festivos.

El hechicero
llamó a la puerta
con sus manos
de hierbas secas
y anillos
de enredaderas.

Abrió la mujer
-ave exótica pareciera
de no tener orejas
y peluca negra-,
y, tras ésta,
haciendo de alfombra
por el suelo,
vimos a mi amigo muerto.

No nos dejó entrar,
gritando que su hombre
le pertenecía
por ley de iglesia,
milagros de vino
y panes crecidos
en sus cuentas.

Yo pronuncié sin miedo
que a ese hombre lo amo
como a ningún otro hombre
quiero,
y que allí lo reviviríamos
entero.

Incrédula
por mis sentimientos
hacia un muerto
tan perfecto,
nos amenazó a escobazos
llamar a rabiosos perros
-bien pudieran ser
cancerberos-
y aprobar una ley municipal
impidiera el paso
por su escalera a poetas
y mendigos letrados.

Mi amigo,
haciendo un esfuerzo
de vivo,
alzó la mirada
hacia mis ojos queridos,
y el hechicero profirió:
“¡Lazarillo, sal fuera,
yo te lo digo
en la puerta!”.

Con la cabeza
a los pies de su dueña,
susurró mirando mis suelas:

No puedo, cariño mío,
lo siento;
he de enterrar
los versos muertos...

Suplicó perdón
por lo expresado,
la mujer lo consoló
en caricias de niño bueno,
Tranquilo, yo te protejo
y comprendo...

El hechicero le lanzó
arenas benditas
de los cerros más bellos,
un corto himno de exorcismo
aprendido en la escuela superior
de azaleas y almendros,
y mi amigo no se atrevió
a nuestros versos nuevos.

Decidimos cerrar la tumba
al pronunciar ella palabras
de brujería más experta,
-temíamos nos colocara
de llavero de trastero,
del tanatorio fregadero
o santurrón de cementerio-.

Y allí continúa mi amigo.

Aprobando actas
y actos ajenos.
Se acabaron
los te quiero.

Ahora el hechicero
dedica a mí
sus artes de curandero,
en horario de tardes
a luceros.

Para que admita como cierto
a quien amo tan muerto
-dice que mantenga la fe,
pues toda ciencia requiere
su milagro de efecto-.

domingo, 11 de abril de 2010

Traficantes, de Marta Antonia Sampedro


En Singapur todo está
bajo control.

El control de la tristeza.

A pesar de las autoridades
y sus advertencias,
por las esquinas marginales
al pasear pueden asaltarte
traficantes.

Los conscientes toman medidas
ante este peligro,
con voluntariado aleccionado
en recuperaciones imposibles.

Una noche,
planificando en mi desorden
cómo retomar el futuro,
se me acercó un hombre.

Me preguntó Estás sola.

Confirmé con la cabeza
una realidad
-la soledad en Singapur
es del triste
acompañante sincera-.

Abrió una caja nerviosamente.

Me mostró fotografías
en blanco y negro y colores.

Con el hombre que amo,
junto a otros que amé.
Con nadie
y yo sola.

Subida a un tren,
una bicicleta,
a un coche,
tomando el sol,
buceando desnuda,
con zapatos rojos,
descalza,
besando a gente,
siendo abrazada,
bajo un paraguas,
una bandera,
ante el mar,
una montaña,
tocando la guitarra,
sembrando árboles,
plantas,
lanzando piedras,
en una plaza de palomas blancas
y eclipses de lunas a medias,
acariciando a Dingo,
a la oscura y bella Sira...

Con mis hijos en mi almohada,
en mi madre embarazada.

Entre campos y animales,
Sierra Morena de semillas y aves,
en el frío Vic de escarcha y rimas,
mi amado hogar de Roda de Ter,
con mis hermanas...

Barcelona rambla de salada piel,
las sedosas arenas de Las Palmas,
Lisboa una obra de espera,
sorpresa de lumbre
y hombre Valencia.

Baños de la Encina
nubes por contar,
Córdoba letras y personajes,
mi casa Linares sin mar,
Cáceres más besos
y los paisajes
de su despertar
en mis senos...

Lugares olvidados me mostró
que en Singapur perdiera...
por el bien
de mis risas muertas.

A cambio de un pasado
el traficante me pidió ofrecerle
mi alma recuperada,
reconocer Singapur mi eterna patria
en los tiempos de que dispusiera.

Aquella feliz mujer
no era yo,
las personas ajenas,
papel de estampas
sus figuras tiesas.

En Singapur no sentía
haber vivido
cuanto el traficante
me mostrara.

Rechacé su tráfico de ilusiones.
Contesté No, gracias,
ya tengo pulseras.

Y continué paseando
por las calles
sin ella.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2003)

martes, 6 de abril de 2010

Cadáver con abrigo blanco, de Marta Antonia Sampedro


Por todas las lindes de la plaza
donde los bancos rebosan de invierno
y los perros olfatean orines
hay unas nubes plomadas de aceite,

quizás el respirar de olivos
concentrados en las miserias
baja todos los domingos
a eso de las doce según parece,

y de lejos se ve el banco cargado
de palabras de otros sentados antiguos
y las cáscaras de las dinamitas
languidecen las miradas de los presentes,

ella está sola sentada en su banco
le cae el cigarrillo como el ala de una estrella
y no me digan que nunca vieron eso,

ella está sentada en su banco
le cae su abrigo blanco como un cuerpo sin cuerpo
y no me digan que es el alma nadie ve eso,

las aves deshacen la madeja de las palmeras
y más allá la grúa de la obra eterna
pertenece ya al paisaje de nosotros,

ella está mantenida en humo
rozando las hojas envueltas de arena,

y así observando cómo la vida
es dolor y humo y manos perdidas
cada cual va a su oficio,

la ambulancia toma el abrigo blanco
y los agentes nos sancionan
porque en la plaza donde viven
los cadáveres con abrigo blanco
está prohibido llevar perro.

viernes, 2 de abril de 2010

Abril de 2004 o lluvia en tus ojos, de Marta Antonia Sampedro

Un día cuando todo haya pasado
incluso lo que no ocurrió
y quedó como el cristal manchado
que llueva como hasta ahora
aunque sean cenizas y placeres,

un día que nadie sepa calcular
cuánto vale la libertad o el límite
donde los ojos miden la necesidad
ni atar las nubes que persiguen al tren
por todas las llanuras de girasoles
y olivares caer a las sombras verdes,

un día que ya no estés presente
hasta en el cristal de mis lentes
y en la tierra oscura de los inviernos
más callados y amaneceres,

un día que desaparezca el horizonte
lo que no se necesita y sobra
ni alguien te diga que no sientes
y amarme fue un error inconsciente,

un día que esté lejos el recuerdo
y se limpie de pasado blando
el dolor del amor y el suspiro por verte,

un día que tal vez camine hacia el trabajo
mirando cómo la vida es monotonía
en cierto modo asumida a plazos
y ese a pesar de todo quiera regresarte
tan cansado y triste como entonces,

un día no muy acertado seguramente
como viene siendo costumbre
cuando menos lo espere
y cuanto menos lo cuentes
entre los rebaños de la conciencia,

un día simple y tan sencillamente
verás llover y alzarás tu mirada
y la fortuna me sonreirá
porque ese día seré en tus ojos
la gota que cae y sentirás que lloras,

entonces ese día sabré a ciencia cierta
que la vida por mucho que nos pese
la vida ese día será ligera y además posible.